viernes, 13 de noviembre de 2009

INTRODUCCION

Pertenecen a diferentes épocas y a diferentes situaciones personales. Y no exagero si digo que, a pesar de tanto amor y desamor, son tres mujeres totalmente extrañas para mí. Aunque fascinantes.
Débora es graciosa, inteligente y posee un valor admirable. Pero puede ser cruel y despiadada. Doy fe. Laura es tierna y creativa. Su espíritu es noble y se la pasa todo el tiempo tratando de salvar al mundo. Sin embargo, su hábito bipolar puede llegar a volver loco a cualquiera. Incluyéndome. Y Mariana es romántica, frágil, entusiasta y explosiva. Lo que se dice una mujer llena de virtudes. Pero justamente son esas mismas virtudes las que, elevadas a la potencia adecuada, pueden transformarla en un ser sumamente imposible, como un tigre persiguiéndote entre laberintos de árboles y ramajes.
Sea éste, entonces, mi gravamen íntimo para estas maravillosas y diabólicas mujeres; dotadas de belleza y rigor. Por supuesto, de más está decir que de cada una de ellas sólo he tomado una pequeña porción. Aunque sin dudas es la porción que más contribuyó para hacer de este aspecto de matices y sombras un paisaje interesante.
Una última cosa, algo que tenían en común: ellas solían decirme que no era muy claro con mis palabras, que tenía la virtud de enredarlo todo. Y no las culpo. Bueno, quizás ahora encuentren simpleza en mi modo de decir las cosas...
*** Iván Bury

TARDE

Era mi tercer o cuarto día de trabajo en el casino, cuando te vi parada junto a una máquina de café. Sonriendo, balanceándote de un lado a otro como si estuvieras bailando. Meciendo todo ese maravilloso cuerpo, con el pelo largo atado en una cola de caballo, los labios pintados de rojo y aquellas pecas delicadas. Estabas charlando con un tipo gordo. Él tenía esa pose ganadora a lo Marlon Brando. Cara de hombre duro y ademanes masculinos. Aunque transpiraba mucho y se miraba las manos cada vez que parecía quedarse sin argumentos. Incluso, creo que el respirar no le resultaba muy sencillo. Lo estaba asesinando. Pobre hombre... Lo que se dice un tipo fácil, sin brillo ni propósito definido, simulando encender la mecha. ¿Habría matado por vos? ¿Habría muerto por vos? Claro que no. Y vos sabías que era un fraude, como casi todos lo somos. Pretendiendo, jugando sin jugarse. Y pudiste haberlo puesto en evidencia, haberlo humillado. Por supuesto que pudiste pero no lo hiciste. Fuiste amable.
Finalmente, el hombre-niño se dio por vencido y se marchó, y los tipos alrededor se codearon para acercarse y reclamarte suyo. Vos sonreías…
Recuerdo esa imagen, rodeada de contradicción, casi irreal: toda esa gente, arremolinándose entorno tuyo y, al mismo tiempo, la quietud insoslayable de mi cobar­día. Nunca fui bueno para crear conversaciones de la nada, ¿sabés? Aunque en un acto negligente casi lo consigo. Pese a mí mismo, casi lo consigo. Recuerdo que pegué un salto de donde estaba y que marché hacia vos. Hacia mi libertad. Porque si lo conseguía, supuse, por fin sería libre. Y mientras caminaba con pasos pesados, torpes, sin saber qué decir ni qué hacer, me pensé abriéndome camino entre tus galanes sin más certeza que la de estar poniendo un pie delante del otro. Me pensé tomándote entre mis brazos, sujetando tu delicado cuerpo y, posteriormente, me vi besándote. Sin embar­go, al llegar a vos volví a ser yo. Pávido e inseguro ¿qué podría ofrecerte? Quizás mucho.
Entonces, mientras te pienso, desde el fondo de mis entrañas me embisten otros recuerdos inevitables, como cataratas arrolladoras. Sacudiéndome brutalmente, sin darme chances ni consuelo: todos tus gritos, todos tus reclamos. Todo tu amor cuidadosamente administrado, todo tu odio desmedido; tu inconstancia, tu poca memo­ria, tu falta de fe. Todo aquel tiempo juntos... Cuatro años juntos pero infinitamente ajenos. Despertando a tu lado, observándote en silencio, con la tristeza de quien ama sabiendo que nunca será correspondido y nada puede hacer. O sí, ¿tal vez ser más valiente, más honesto y aceptar la derrota? No, cariño, mis vicios son de estas orbes y el terror de perderte me era inverosímil. Y es por eso que soporté tu violencia, tus excesos. Y lo peor de todo, tus insultos frente a nuestro pequeño: “sos una porquería de padre, sos un pobre tipo”, mientras él lloraba sin entender; sin entender por qué su mamá le decía cosas tan horribles a su viejo. Y vos reías llena de malicia, sí. Reías, regocijándote en mi dolor, festejándote en tu propia arrogancia, impoluta y altiva… ¿Quién lo diría? Aquella hermosa mujer que solía balancearse de un lado a otro, como si estuviera bailando, meciendo todo ese maravilloso cuerpo, con el pelo largo atado en una cola de caballo, los labios pintados de rojo y aquellas pecas delicadas, quemando mis ojos incrédulos. ¿Quién lo diría, cariño?
Hoy, ya separados, rotos y extraños, aun tengo la costumbre de recurrir a aquella imagen: vos parada ahí, junto a la máquina de café, jugando, sonriendo, enaltecida. Inocente. Porque entonces no hubimos desnudado nuestras almas. Éramos un sueño. Un sueño en el que yo sólo era yo y vos sólo eras vos. Y sé que si hubiésemos despertado a tiempo nadie habría resultado herido. Pero aprendimos tarde. Lo suficientemente tarde como para odiarnos. Porque tú culpa, mi culpa… la culpa, en definitiva, no fue de nadie. Pero eso no lo hizo menos doloroso.

VISPERA DE RESPLANDORES

Después de haber dormido 20 días en el sillón del living, por fin había conseguido dónde instalarme. Era un pequeño departamento en la calle Velasco. Oscuro y deshecho. Malo de cañerías, malo de electricidad con las paredes despintadas y el suelo de madera levantado por tanta humedad. Lo que se dice un buen agujero donde esconderse y morir. Así es que roto en tristeza, simplemente, junté mis cosas y me fui. Con cierto dejo de esperanza, lo confieso. Pero ella no perdió el tiempo. Una semana después ya había conocido a otro tipo. Un muchacho guapetón de 22 años. Sangre y esperma nueva (comprensible, sin duda). En tanto, yo hablaba con el techo y me comía el yeso de las paredes.
Era una época confusa. Mis amigos venían a ver mis restos, con sus bolsas de supermercado llenas de botellas, y me decían:
–Animo, hombre. Débora es una mujer horrible.
Pero yo seguía enamorado. Es que el amor nos vuelve tontos. Fáciles como peces en un barril. De modo que me emborrachaba y fumaba un cigarrillo tras otro, y reventaba vasos y copas contra las paredes; y reía sin sentido y rodaba por el suelo, entre cristales rotos y colillas increíblemente rápidas. Y al día siguiente, mal dormido, resacoso, me peinaba la cara y me iba al trabajo. Por aquel entonces tenía mi pequeña empresa, la cual perdería no mucho tiempo después.
Y esa era toda mi vida…
Así como iba la cosa, mis amigos temían por encontrarse con mis sesos decorando la pared:
– ¡¿Hey, dónde está el resto de Iván?!
No obstante, sólo conseguían encontrarme borra­­­­­­­cho y de mal humor, con las tripas revueltas por el alcohol y por tanta tristeza.
Hasta que un día salí adelante y conocí a otra mujer, a quién también amé con locura. Ella cocinaba excelente y sonreía muy bonito cuando los rayos de sol jugaban en su espalda. Sí.
Luego nos dejamos.
Entonces otra vez estuve a punto de morir de amor, claro. Y como ella tampoco perdió el tiempo, volví a emborracharme y a fumar un cigarrillo tras otro. A reventar vasos y copas contra las paredes, riendo sin sentido y rodando por el suelo, entre cristales rotos y colillas increíblemente rápidas... Pero tampoco morí, ni murió ella, ni mi ex mujer, ni el chico de 22 (que después la dejó por una tipa de 19, que también terminó dejándolo).
¿A dónde quiero llegar? La cuestión es que quizás ahora sepamos algo. Cosas que no sabíamos hasta que nos rompieron un poco. Y es que cortarse las venas suena poético cuando tenés 15 o 16 años. Después se transforma en una pose dramática y posteriormente se vuelve algo estúpido. De modo que no me volé los sesos, amigos. No, no lo hice. Porque las malas épocas, al igual que las buenas mujeres, siempre se van. Y contra eso, no hay absolutamente nada que se pueda hacer.

¡ESTOY MURIENDO!

Telefoneé a Débora. El teléfono sonó 4 veces: ring, ring, ring, ring. Entonces atendió:
– ¿Sí?
– Soy yo, Iván.
– Ah, ¿qué pasa?
– Nada, sólo quería contarte que fui al médico y que me dio una noticia terrible...
– ¿Sí?
– Sí. Dice que estoy muriendo...
– Bueno.
Entonces se produjo el silencio. El mismo silencio que no hubo de producirse cuando dije “estoy muriendo”.
– ¿Bueno? ¿Qué significa bueno? – dije indignado – ¿No te importa?
–No sé qué esperabas oír...
–Olvidate –dije y corté.
Fui a la heladera y abrí una cerveza. En la tele estaban dando un partido de la liga femenina de voley. Mujeres jugando al voley... Apagué la tele y salí al balcón. Era una noche calurosa, sin estrellas. El semáforo de la esquina titilaba en amarillo. Y otra vez amarillo. ¿Qué había pasado con todo lo supuestamente aprendido? No sé.
Acabé mi cerveza y volví a entrar. Fui al baño y me lavé los dientes. Puse el despertador a las 7. Me metí en la cama y dormí, dormí. Creo que soñé con algo.
A la mañana siguiente estaba realizándome estudios médicos para entrar a trabajar en una clínica, o algo así.
Los resultados fueron exitosos.

DEMASIADA PRESION


A veces odiar,
a veces amar.

Cuestionándome el tiempo perdido,
mientras junto botellas muertas
en una bolsa de Carrefour.
Afuera,
puedo oír cómo se mueve el mundo,
detrás de una puerta que me guarece
hasta volverme invisible…

Anoche entré a un bar.
A uno cualquiera, ¿sabés?
En ciertas ocasiones se me da
eso de sentarme a la barra,
con mi agenda llena de garabatos,
junto a alguna mujer
y jugar a que algo va a ocurrir...
Pero nunca ocurre nada.
Y esta vieja que sale de alguna parte
gritando:
“¡Denme mi bolso, denme mi bolso!”
Y el tipo gordo al otro lado de la barra
que dice:
“¡No hasta que pague los 15$ que debe!”

“¡Denme mi bolso!”

Junto a mí hay una mujer de unos 40 años.
Pelo muy largo y labios pintados
de un espantoso color marrón.
Ella me sonríe...

“¡Denme mi bolso!
¡Mi bolso!”

Demasiado griterío,
demasiada violencia...
La mujer cruza sus piernas
hacia mi lado,
hermosas y largas,
envueltas en un nylon de oro...

“¡Pague lo que debe o llamo a la policía, señora!”

Demasiada presión.

Pagué mi copa y salí a la calle...
Quizás tuve que haber pagado lo que la vieja debía,
pensé.
No para aparentar ser el héroe de nadie,
sino para sentirme bien...

A veces odiar,
a veces amar.

Sonreírle a la sombra
que se desliza bajo mi puerta.
Pedazos de amanecer…
Juntar las botellas desperdigadas
sobre la alfombra gris,
sacar la basura al palier,
regar las flores del balcón.
Perderme entre la desesperada multitud...
Otra vez.
Y otra vez.

EL DOLOR ES LA TREGUA

Me despertó el teléfono cerca de la media mañana.
La noche anterior
había intentado ahogar mis penas
con un poco de alcohol,
pero las horas fueron demasiado breves
y pronto
la noche se transformó en madrugada.
Hasta que todo se desvaneció…
Bueno,
atendí el teléfono.
Era mi padre.
No sé muy bien cómo procedió la conversación.
El asunto
es que dos horas más tarde
estaba frente al volante,
llevándolo a él,
a su esposa
y a su suegra
al aeropuerto.
Era un día sin sol.
Caluroso y criminal.
Yo estaba desarticulado.
El solo hecho de poder mantenerme en línea,
de por sí,
ya era un hecho de magnitudes insospechadas.
Ellos,
afortunadamente,
filtraban mi estupidez;
felices y rosados.
Creo que iban a Brasil.
No sé...
Lo que sí sé
es que hablaban mucho y muy rápido.
Bueno, eso está muy bien,
pensé.
Aunque pensar no era nada fácil.
Mi cabeza latía como el segundero de un reloj
que avanza en la oscuridad.
Mis tripas se retorcían,
se comprimían,
creando arcadas difíciles de contener,
como un dique débil y amenazado.
¡Maldita enfermedad!
Entonces
recordé que Débora me había dejado.
¡Cierto, me había dejado!
Y aquel pensamiento,
de pronto,
me devolvió la lucidez necesaria
para poder realizar alguna que otra maniobra sensata.
Quizás,
el dolor sea la tregua.
Quizás, quizás, quizás.

Dejé a los viajantes cerca de la puerta número 4
y mientras los despedía,
efectuando torpes movimientos semicirculares
con mi mano izquierda,
como si fuera un subnormal,
me alejé.
De vez en cuando triste,
de vez en cuando enfermo.

La vida gira en el eterno caos de la contradicción.
El equilibrio y la felicidad,
en consecuencia,
son instantes de lo más efímeros.

Otra vez en la ruta.
Otra vez el tráfico infernal.

Los rayos del sol
que conseguían agujerear las nubes
me daban de lleno en la cara.
Cálidos e incisivos.
¡Suficiente!
Y de pronto,
me vi vomitando
dentro de una bolsa de supermercado,
a 110Km por hora,
efectuando admirables maniobras
que me desviaron de la muerte.
Sintiendo deshacerme
para volver a reagrupar mi espíritu.
Dosis de vida y alivio.
¡Gracias, Dios, gracias!

Conseguí llegar a casa.
Abrí la puerta y fui directo al baño,
desvistiéndome en el camino.
Giré la llave de la ducha.
Esperé.
El agua abriéndose paso
a lo largo de la cañería
hizo una explosión gigantesca.
¡El dolor es la tregua!
Volví a pensar.
¡El dolor es la tregua!

Allí me quedé un buen rato,
bajo el agua.
Hasta que me aburrí y salí,
desnudo, mojado y enfermo.
Y me introduje en la cama,
sintiéndome morir.
Temiendo dormir,
temiendo no despertar.
Tratando de ignorar el temblar de las paredes
y el crujir del techo cayendo en picada.
Horas después
el sol había desaparecido.
Las sombras me abrazaban
con sus manos dementes
y yo me volvía un poco más loco.
Alguien llamó a la puerta:
– ¡Fuera, acá sólo hay un tipo a punto de morir!
Se fue.
Luego sonó el teléfono.
Estiré el brazo y lo descolgué.
Giré sobre mi espalda,
en un acto de osadía desmesurada,
y mientras lo hacía
pude oír vagamente:
– ¿Hola, hola, hay alguien ahí?
Pero no me importó.
Dolor, dolor, dolor.
Tregua y dolor.

Finalmente, me dormí.

CARTA PARA DEBORA

Débora:

Estuve pensando, ¿sabés? sobre todos estos años y en el daño que nos provocamos vanamente, siempre que podemos. Estuve pensando, ya sin reproches ni posturas arbitrarias; sólo pensando. Porque alguna vez te amé. Sí. Te amé mucho, y ahora no hay más que odio entre nosotros. Un odio absurdo, aunque quizás comprensible.
A veces me encuentro con algunos amigos de aquella época o con amigos actuales, que ven las consecuencias de nuestras disputas y me dicen:
– Es una persona horrible.
A lo que yo les contesto:
– No, sólo es una ex esposa horrible. Ella es una buena mujer.
Hay cosas en las que jamás vamos a poder ponernos de acuerdo. Y algunas de ellas son necesarias. Digo, facilitaría bastante nuestra existencia como padres. Porque te confieso que cada vez me siento más cuestionado y perjudicado. Somos tan diferentes…
Días atrás me encontré charlando sobre vos, ¿sabés? Fue con una mujer que conocí en un bar donde a veces hago de barman. Era una mujer extraña, con la cabeza demasiado grande y ojos saltones. Tenía un vestido verde loro con un gran escote deshilachado, y muchas pecas y muchos dientes. Lo curioso es que así y todo se las ingeniaba para parecer bonita. En fin, les estaba pagando tragos a todos sus amigos, y ellos reían y cantaban. A veces hablaban, aunque no sé de qué. No había modo. Lo único que hacía era servirles sus copas, cobrarles y largarme de ahí. Yo también había tomado un par de tragos y bebido suelo ser más hermético de lo habitual. La música estaba excesivamente fuerte: Rock Latino (otra gran mentira). Y todo anduvo así por un buen tiempo, hasta que se quedó sola, sin nadie a su alrededor. Toda aquella gente había desaparecido. Entonces, de repente, dejó de reír y se mantuvo quieta, con la mirada perdida hacia delante. Y adelante no había nada más que una columna azul, con el retrato de algún irlandés muerto.
Los asientos vacíos junto a ella volvieron a ocuparse y todas esas personas rápidamente ordenaron sus copas y comenzaron a reír, a gritar y cantar aquellas canciones innecesarias. Pero nadie notó que la pobre tipa lloraba, dejando charcos de agua y sal sobre la barra. Echando pequeños espasmos desconsolados. Y no sé muy bien por qué, quizás fueron sus pecas, pero me recordó a vos. Alegre y llena de vida pero tan frágil. Así que me acerqué con una cerveza en la mano. Apoyé la cerveza frente a ella y le dije:
– La casa invita.
Claro que la casa no tenía ni idea que le estaba invitando algo a alguien. Bueno, hablamos un rato. De nada en particular, ya sabés. Asuntos varios. Había estado casada, tenía 33 años y su ex marido era bastante mayor. Tenía una nena de cuatro a quien el tipo veía cada tres o cuatro meses y eso la tenía subida a una montaña rusa emocional. De modo que se la pasaba recorriendo bares, tratando de no enloquecer, fumando y bebiendo con sus amigos, mientras a la niña se la cuidaban sus hermanas. Tenía un buen trabajo y mucho dinero, y sus amigos se abusaban de la situación. Cosa que permitía. Pero cuando el dinero desaparecía, desaparecían ellos y se sentía muy sola. La barra estaba llena de gente que pedía a gritos sus bebidas y yo estaba de gran charla con una mujer llena de pecas y penas. «¡Hey, Iván, atendé a esas personas, por el amor de Dios!», decía el dueño. «Sí, Nico, lo siento», decía yo. Servía vasos y copas, y luego volvía con la chica del vestido verde loro, a continuar nuestra conversación...
Perdón, creo que me dispersé. La cosa es que terminamos hablando de vos. De nuestra historia. De nuestro imperio y su caída. Yo no soy muy bueno hablando con las personas. En algún punto siempre termino metiendo la pata o aburriéndome. Y supongo que me aburrí, porque de repente comprendí que ya no conseguía entender de qué estaba hablando. Si es que estaba hablándome a mí o estaba hablando sola o con aquel irlandés muerto. Y volví a mis cosas. Sin embargo, una especie de trémolo quedó zumbando en mi cabeza. Algo en lo que nunca había pensado. Fue una pregunta, exactamente:
– Entiendo que vos estabas enamorado… pero ella –dijo – ¿por qué carajo decidió casarse con vos? ¿Qué fue lo que la condujo a eso?
– No lo sé.
Continué con lo mío y ella siguió sentada en la barra, bebiendo. Aunque ya no moqueaba. Ahora trabajaba en una flor con un pedazo de papel de aluminio.
Aquella pregunta siguió dando vueltas dentro de mí. Y es que nunca hube de planteármelo de ese modo. Entonces, ¿por qué accediste a estar conmigo? Realmente no hacía falta. Y no me digas que fue amor… yo estaba ciego pero así y todo podía ver, y sé que te comprometiste con un tipo al que no amabas. Supongo que algo así haría muy infeliz a cualquiera… Quizás yo no debí haberlo permitido. No sé. Te amaba, ¡Dios, sí! No debí haber hecho trágica tu vida. Tuve que haber sido fuerte y morirme de amor pero no herirte. Herirte, no. Pero no tuve el coraje, fui débil. Cobarde. Egoísta. Preferí conservarte a como de lugar… No es extraño que ahora me odies.
De todos modos, debo admitir que cuando nos separamos, me refiero a ni bien nos separamos, tuviste gestos muy nobles conmigo. Intentaste que sufriera lo menos posible. Fuiste dulce y no me diste falsas esperanzas. Gracias. Eso ayudó.
Débora, te cuento el final de la historia:
Mi horario había terminado. Así que me acerqué a cobrarle a esta mujer (quien por cierto jamás me dijo su nombre y yo nunca se lo pregunté) para poder largarme de ahí.
– Son $322 – dije.
– ¡Mierda que toman estos hijos de puta! –dijo.
– Así parece.
Pagó con $350.
– Quedate el cambio.
Sonreí. ¿Era yo el que solía dejar buenas y jugosas propinas? Bueno, ya no. La vieja historia del karma. Presenté mi caja y me fui a cambiar. Cuando regresé la chica continuaba sentada. Frente a ella había un Martini con una aceituna dentro. Un tipo flaco, cadavérico, estaba junto a ella. Parecía simpático. Levanté mi mano y los saludé a la distancia. Ambos hicieron lo propio. Luego salí. Era una noche clara. La luna era demasiado grande. Quizás la más grande que había visto en mi vida.
A media cuadra estaba la parada del colectivo. En la calle no había un alma. Y entonces fue que sentí esos pasos detrás de mí. Pasos desesperados. Me di la vuelta y ahí estaba ella, con sus pecas y dientes y aquel vestido verde loro. Tenía la flor de papel de aluminio en su mano. Extendió la mano y me la obsequió.
– Para vos – dijo.
– Gracias.
La llevé a mi nariz, como si fuese de verdad y la olí.
–Tiene olor a tabaco –dije.
Ella sonrió.
– ¿Sabés una cosa? –dijo –. Digas lo que digas, yo creo que ella es una persona horrible.
– Sólo es una ex esposa horrible. Ella es una buena mujer.
Entonces me besó en la mejilla y volvió a sonreír. Después salió disparada hacia el bar. La contemplé mientras se marchaba. Luego observé la flor y reí... Realmente, no le había salido nada bien.

Iván

CUANDO MIRO HACIA ATRAS

Cuando miro hacia atrás
me veo borracho,
acostado en el suelo,
observando el techo mal rasqueteado;
rodeado de cajas, libros, discos y botellas vacías.
Me veo fumando como un demente,
intercalando risas descabelladas
con llantos desconsolados;
coqueteando con algunas de las formas de la muerte,
mientras el humo sube y juega en la oscuridad.

Cuando miro hacia atrás
me veo vomitando a media noche,
lavándome los dientes y volviendo a vomitar.
Me veo elevando plegarias desesperadas,
deseando poder creer en cosas
que me son absolutamente ajenas.
Me veo esquivando mi imagen en el espejo.
Me veo perdido bajo la lluvia,
buscándote entre las mujeres más desequilibradas
que alguien pueda llegar a soportar.

Cuando miro hacia atrás
me veo arrojando el teléfono
contra la pared más lejana.
Me veo desesperado,
aceptando trabajos imposibles
que me obligan a arrastrar mi cuerpo en la madrugada,
entre resacas devastadoras y un humor de perros.
Me veo rodeado de gente indiferente,
como rebaños anestesiados,
fingiendo ser alguien
que definitivamente no soy.

Cuando miro hacia atrás
me veo cayendo,
cayendo,
cayendo...
Me veo cayendo
con los ojos demasiado abiertos
como para suponer que estoy soñando.
Sostenido por un tenue impulso creativo,
que apenas consigue mantenerme con vida.

Cuando miro hacia atrás
así es como me veo:
atrapado entre las palabras.
Exactamente igual que ahora.

jueves, 12 de noviembre de 2009

LAS HORAS (Canción para Débora)


Dejo atrás mis cosas
pero muy poco de mí.
No me arrastran las derrotas
ni me absorbe el viento...
Sólo quiero describir las horas,
desprenderme de este aroma gris.

Salvo lo mejor: tus ojos,
seguir no es nada

Tomo algún camino
sólo porque sí.
Saboreando los desvíos,
las pendientes bajas...
Abandono tus falanges frías,
con las luces del amanecer.

Salvo lo mejor: tus ojos,
seguir no es nada.

¿Seguir no es nada?
“Dejame ver el mundo en tus ojos”,
dijiste.
“Dejame ver el mundo en tus ojos...”
¿Seguir no es nada?

LAURA

Trágica a su modo,
delirante al mío.
Con la elegancia de un gato orgulloso
y la simpleza de un film francés,
camina a través del salón,
cargando una bandeja colmada de vasos y copas.
La contemplo en silencio.
Su ternura podría derrotar las convicciones más sólidas,
pienso.
Es una gran mujer,
sí, lo es,
y yo la hago gritar más de la cuenta.
Y hoy particularmente
es uno de esos días
en los que quisiera dejar de demolerlo todo.
Pero desconozco el modo,
y vuelvo a saltar sobre el fuego…

Entonces
Laura gira sobre sus talones,
como si sintiese mi mirada asesina
perforando su nuca,
y me observa con sus ojos resplandecientes,
vadeando montañas de humo.
Y viendo furtivamente a través de sus ojos
veo todo el amor que me tiene.
Es gracioso…
¡La cuenta!
Grita alguien,
quebrando el unísono.
Laura se le acerca,
siempre sonriente,
y yo me vuelvo a perder en la noche,
recostado sobre una silla de metal,
balanceándome como un idiota
pensando en que tarde o temprano
a todos
nos traen la cuenta.

LA NOCHE EN QUE LA PERDI

Recuerdo una conversación. Bueno, no la conver­sa­­ción en sí, sino en cómo actuó sobre nosotros:
Yo solía escucharla por horas. Continuamente lo hacía y a veces no entendía por qué. Es decir, en ciertas ocasiones simplemente quería acostarme o ver un partido de algo o leer un poco. Pero ella constantemente quería hablar, por lo general de temas que yo nunca podía manejar. Supongo que quería ver un efecto en mí, aunque aquello no fuera a despertar a los muertos ni a quebrar ningún tipo de equilibrio. Ella sentía que podía conseguirlo. Lo necesitaba. No sé por qué lo hacía pero lo hacía. Así es que como cada noche, la escuché. Sólo que esa vez fue diferente, porque tuve una revelación. Esa noche entendí que las mujeres (o al menos esta mujer) siempre necesitan salvar a alguien. Del modo que fuera. Precisan el conflicto, el drama, la muerte de a gotas. Pero exigen que se lo pidas. Ellas te pueden salvar. Aunque vos ni siquiera lo hayas considerado, ellas pueden hacerlo. Y no solicitárselos podría llegar a ser mortal. Pero, al mismo tiempo, es una trampa. Incluso lo es para ellas. Y no les importa.
Esa noche charlamos mucho. En la radio sonaba T. Monk. Todo era calmo. Hasta podíamos oír las risas de los vecinos. Cenamos y bebimos y seguimos charlando. Finalmente, le conté la historia. Mi historia. Ya saben, la de mamá ausente, papá loco, padrastro malo y chico bueno. Pobre chico... Recuerdo entonces que sus ojos se encendieron, y que su impoluta mirada quebró las paredes y el techo. Recuerdo que el cielo se agrietó y que de su profunda inmensidad, como si fuese una garganta gigante, surgió un hipnótico torbellino resplandeciente que se abrió ante mí. Tan resplandecien­te era que me sedujo hasta hacerme entrar en él. Pese a que aquello sólo podría significar una cosa, entré en él. Sí. Y esa noche fuimos uno…
Esa fue la misma noche en que la perdí. Porque nuestras vidas jamás volvieron a ser iguales. Las noches de charlas tomaron otro significado, las tardes de plaza tomaron otro significado y ya no se trató de disfrutar del sol, ni de contemplar a la flor que crecía junto a la calle. Ella necesitaba el conflicto, el drama, la muerte a cuenta gotas. Su alimento. Su oficio. Sin embargo, comprendí que ella no podía vivir de otro modo, que estaba atrapada. Y quizás a mi modo, yo también lo estaba.

DIA DE LOS ENAMORADOS

“Solitaria,
indiferente
pero infinita.
Peinándose frente al espejo…”
¡Todo un cuadro!
Afuera gira el sol
y él espera y desespera,
en la cocina,
observando sus pantalones arrugados:
“Es gracioso,
pero siempre consigue sacudir mi estómago…”.
Ella sonríe,
mientras piensa en sus zapatos cocidos a mano:
“¿Dónde los habré dejado?”
Ella es la flor que crece entre las espinas.
Temeraria y atrevida,
aunque miles de palas brutales
sacudan sus cimientos y jalen de sus raíces,
jamás se subyugará ante nadie...
“Quizás eso sea”,
piensa él.
“Pero aun así,
no voy a dejar que se me escape su luz.
No voy a dejar que me trague esta oscuridad.
Tal vez tenga alguna oportunidad...”.
Pero algunas cosas no pueden cambiar
y otras no deberían hacerlo.
¡Dios sabe que es cierto!
La vida está en constante movimiento
como un tren despiadado,
y él está atorado en las vías.
Porque sabe que algún día
ella simplemente seguirá su camino,
y lo dejará solo,
viendo cómo la luz se extingue
y lo devora la oscuridad.
Y ese día no habrá palabras…

Por fin,
ella vuelve a la cocina
y lo besa en la frente.
Es un beso cálido.
Entonces,
salen a la calle.
El viento barre las hojas secas
a lo largo de la vereda.
Cientos de cadáveres marrones
crujiendo bajo sus pies.
Bajo zapatos cocidos a mano.
Es triste.
La vida y las calles están llenas de dolor.
Es difícil no acabar colgado de un gancho.
Pero él intenta no pensar en eso
porque hoy está feliz.
El mañana y el ayer
están a siglos de distancia.
Puede sentirlo,
sí.
¡Es el día de los enamorados!

Aunque las hojas
continúan crujiendo.

HAGAMOS UN TRATO

Llenó las copas y dijo:
–Estoy cansada, ¿sabés? ¡Estoy harta de tus mentiras!
Entonces bebió, en silencio. Lo había dicho. Era una noche cálida, sin brisa siquiera. Había luna llena. Una hermosa luna redonda y amarilla. Observé su luz reflejándose en el vidrio de la ventana. Estiré una mano e intenté filtrar aquella luminiscencia entre mis dedos. Y fue justo cuando lo vi: un pájaro gris con el pecho blanco posado sobre el balcón. ¡Qué insólito, un pájaro en mi ventana a estas horas! Pensé.
– ¡Hagamos un trato! –dije entonces –. Sabés que te amo y que sos la única mujer en mi vida… Y la vida es extraña, ¡Dios, sí! ¡Ya lo jodimos todo! Los ríos, mares, el cielo y las plantas. Te pueden matar o prender fuego por dos monedas. Las cárceles, los manicomios, las iglesias y las canchas de fútbol están siempre llenas y eso no mejora la vida para nadie. La civilización puede desaparecer en dos días o durar otros 20 siglos. Nadie sabe qué carajo va a pasar. Y aun así, nos las ingeniamos para herirnos todo el tiempo... Tenemos amor y las copas llenas, reímos hasta reventar y hacer el amor con vos es único… –ella siguió bebiendo, en silencio–. Pero discutir con vos es la muerte. Tu inseguridad me pone en situaciones insostenibles. Y, de acuerdo, termino mintiendo, ¿pero cómo no hacerlo? ¿Cómo evito tu embestida? Tu familia me odia, tus gatos me mean los zapatos, tus historias me asesinan. ¿Para qué quiero saber yo de tus ex novios? Y tu bipolaridad, ¡es la locura! Me amas por las noches y me odias por las mañanas. ¡Es algo absurdo! Y cuando te enojás, ¡por Dios! Tus persianas caen y sólo hay desolación. Actuas como un estudiante sin día de primavera... Pero aun así sos perfecta, ¡maravillosa! y tu ternura podría salvar unas cuantas vidas, ¡como la mía por ejemplo! Las cosas pueden ser simples, ¿sabés...? Así es que te propongo lo siguiente... Hagamos un trato: yo dejo de mentir y vos sólo tratás de ser feliz… ¿Hecho? ¿Es un trato?
Laura pareció meditarlo unos segundos. ¡Decisio­nes, decisiones! El pájaro picoteó sus plumas, sacudió un po­co las alas y salió disparado, sumergién­do­se en la os­cu­ri­dad.
– ¡Es un trato! –dijo finalmente.
–Muy bien.
¿Qué pasó después? Bueno, después sólo segui­mos bebiendo y riendo.
Aquella sin duda fue una gran noche. Sin embargo, el pájaro jamás volvió.

EL HOMBRE QUE SE AHOGA

Entrás por mi ventana
a mitad de la noche,
con tus pupilas brillantes
y esas muñecas que siempre sangran.

Sigo tus movimientos,
te observo,
recorriendo la habitación oscura
como un gato cauteloso.
Te tomo entre mis brazos,
te elevo
e invento un nuevo sueño,
lejos de esos ejércitos desesperados
que marchan constantemente en mi cabeza…

Es que parecés tan orgullosa
intentando rescatar
a ese hombre que se ahoga…

Pero sé que estaba en un error
cuando dije que podría manejar tu juego.
El de tu altruismo vicioso.
Lo supe desde un principio
aunque nunca pude decir “basta”.
Y es que ciertas cosas jamás cambian…
Como ese hombre,
que siempre termina ahogándose.
Mientras que vos,
sólo continúas huyendo.

PIEDAD

En noches como ésta
no pido demasiado de la vida.
Quizás una rica cena,
un buen vino,
algo que ver en la tele
y que no me rompas el corazón.

Camino como un tonto
de un lado a otro de la ciudad,
pensando en qué decirte.
Nunca fui bueno con las palabras,
pienso.
Y quizás hoy no aprenda a serlo.
Doy vueltas a tu manzana
como un trompo de nadie,
una, dos, tres, mil veces.
Hasta que me animo y toco a tu puerta.
Sé que lo voy a arruinar.
Llego con las manos vacías
y eso está mal.
Una botella de vino hubiese sido lo correcto.
Ya sabés,
siempre rompe el hielo.
Entonces me siento a la mesa
mientras vos planchas.
Y sin saber aun qué decir,
pienso:


“El mundo está lleno de muerte,
odio y maldad.
Y la vida es lo suficientemente corta,
triste y torpe.
Y entender eso debería bastar
para que las personas se amasen mutuamente.
Pero no,
estamos demasiados ocupados en nuestros asuntos.
Cuadros dentro de cuadros.
Reímos,
lloramos,
cantamos bajo la lluvia…”
Mientras vos planchas,
mientras yo te observo.
Sin palabras,
ni aliento,
ni esperanzas.
Rogando dentro de mí
un poco de piedad.
No sé,
“juguemos a que nuestro amor está intacto
y que nuestras diferencias no son tan importantes…”
Y las palabras que brotan de tus labios
como de tu vientre,
y todo aquello que no quería oír
suena como un eco salvaje.
Rebota por las paredes,
se arrastra por el piso,
me toma de los tobillos
y comienza a subir
lentamente
por mi espina dorsal.
Y lo escucho y lo entiendo.
Y todo se vuelve vacío.
Un triste silencio de tumba...
Por un segundo no siento nada
y trato de pensar en cualquier cosa.
En algo que me saque de ahí:
“Una temerosa araña pende de su tela.
Los gatos arañan la puerta,
afuera sopla el viento
y es un viento frío...”
Pero nada cambia las cosas,
así como no las cambia el sol o la luna.
Sólo sigo en el mismo lugar
observándote tristemente
mientras me rompés el corazón.
Quizás
en algún lugar del planeta
alguna pequeña nación
esté perdiendo su independencia.
Quizás
miles de miles de kilómetros de selva
estén siendo arrasados
por alguna máquina bestial.
Tal vez
en alguna parte del desierto
un niño esté pisando
desafortunadamente
una bomba de tierra
y haya volado en pedazos pequeños.
Quizás todo haya explotado en pedazos pequeños.
La tierra, el aire y el cielo.
Pero realmente,
en este momento,
nada de eso me importa.

NADIE SALVA


Viajando por la ruta hacia ninguna parte en especial. Escapando. Con la música atravesando mis sentidos y las luces de los otros autos y camiones embistiéndome insistentes. Sintiéndome un gran moscardón que abandonó la tela de la araña, piso el acelerador e intento no pensar. Pero ahí están: tus ojos asesinos y tu boca pequeña, adheridos al espejo retrovisor. Acechando como animales. Y yo que hago lo del mosco. Huir lo más lejos y deprisa que se pueda. Entonces, vuelve a aparecer aquella conversación. Todas mis mentiras y todas tus fobias y tu espíritu bipolar y mi alma perezosa. Y tus ex amantes. Siempre tus ex amantes. Concebidos para torturarme. Y yo preguntándome por qué, ¿por qué carajo siempre me habla de ellos? Tengo sentimientos, ¿sabés? Y tu familia y la mía. Y los gatos y el sol y la mariposa que levantó vuelo justo antes que pudiera agarrarla con mis manos. Y nunca saber si sos feliz... y todo el amor que no es más que sexo y todo mi amor, que es sólo tuyo. Atragantándome en las mañanas sin besos y en las noches sin velas ni vino tinto. Y tus deseos de salvar al mundo, cuando sólo quisiera, aunque más no sea una noche, que pudieras salvarme a mí. ¡A la mierda con el mundo! Dejá que se encarguen otros. Te gustan mis relatos pero no mis canciones. Te gusta que te cocine los viernes por la noche pero odias cómo dejo la cocina. Pues deberías ver mis pensamientos: oscuros como un naufragio. Trepando por telas infinitas hacia el ocre de tus encantos, donde soy tu carnada, tu argumento y tu enemigo.


Conecto un par de buenas maniobras y acelero bajo un techo que brilla, mientras algunos duermen como corderos y otros planean cómo arruinarlo todo.
Junto al camino aparece un cartel:

A 2 Km. Pan casero y café con leche.

Tomo la colectora. Es una noche fresca y radiante. El único auto a mil Km. a la redonda repentinamente parece ser el mío. Qué curioso. En tanto, Robert Smith canta “ojalá nunca te apartaras de mí como lo hacés. Ojalá nunca lo hicieras. Cuando estoy con vos, noto manos inútiles atrayéndote hacia mí desesperadamente. Quisiera que aun sintieras como lo hago yo. Pero ya no te importa. Todo terminó...”. Sonreí. Al menos alguien entendía cómo era la cosa. Simpático juego.
Encuentro el lugar. Es una pequeña casa con chimenea. Tiene un cartel de madera con el nombre tallado: “KM. 122”. Hay un farol que ilumina el camino hacia la puerta. Estaciono el auto al pie del farol y apago el motor. Las luces del interior de la casa están encendidas. ¿Dónde carajo estaré? Bueno, no importa; así como no importan tantas otras cosas por las que los hombres matan y mueren.

Una señora con ruleros sale a la puerta. Es una mujer delgada y alta. Parece como si hubiese sido arrancada de un sueño terrible. Aunque luce feliz. Es más, hasta creo que me sonrió.
Tomo el saco y bajo. Bajo del auto y de mis cumbres vertiginosas, sintiéndome bien. Casi feliz.
– ¡Llega temprano! –me dice, con una sonrisa amable.
–Lo sé –digo –. Es que no podía dormir...
–El pan esta recién salidito del horno. ¡Vamos, no tome frío!
Dejé el recuerdo de Laura en el auto y marché hacia la luz del farolito. Y eso estuvo bien, porque desde que bajé, el amor ya no se ve igual.


El viaje de vuelta fue bastante más distendido. El sol brillaba en lo alto y derretía el camino que se abría frente a mí. Hoy fue sólo hoy, pensé, ¿qué cosas pasarán mañana? ¿Y después? Supongo que tendré que espe­rar...

Llegué a casa cerca del medio día. Las persianas continuaban bajas. Entré en la habitación y arrojé el saco sobre la cama. Por supuesto, Laura no estaba. Se había marchado. Aunque, curiosamente, no me extrañó. Los rayos del sol se colaban a través de las tablas rotas. Levanté las persianas y fui a la cocina por algo de beber. En la puerta de la heladera había una nota suya y sobre la mesada estaban sus llaves. Retiré la nota y la guardé en el bolsillo. Sin leerla, claro. No hacía falta. Segura­mente era una nueva despedida. ¿Qué otra cosa podía ser? Laura me había dejado tantas veces que ya no tenía sentido pensar nada al respecto. Me serví una copa de vino tinto y volví al living. Todo parecía tan normal que me asustó. No mucho, pero lo suficiente como para poder advertirlo. Puse algo de música y me desparrame por alguna parte, en tanto trataba de ordenar mis ideas. Y es que situaciones como esas hubo a patadas. Arañando la locura. A la buena de Dios. Entre floreros rotos y peleas fatales. Pero así y todo no la podía culpar sólo a ella por el resultado de las cosas. Las relaciones conmigo mismo no fluctuaban como debie­sen, ¿cómo se suponía que fluctuasen con los demás? Cuen­to chino. Es tan fácil hacer daño como que te lo ha­gan a vos. Entendiendo eso lo demás no cuenta. Nadie encamina nada, nadie guía. Nadie salva.

FRAGILIDAD

Lo peor de hoy ya pasó
pero aun queda mañana,
y sé que mañana
va a ser terrible.
Tu ausencia física
es la existencia del dolor más sólido.
El resentimiento de un mal esclavo.
Y en mi fragilidad,
me preocupa mi alma
mucho más
que el sol extinto
de todas las banderas patriotas.
Mucho más
que el sonido de otros tacos
repiqueteando en la sala,
mientras bebo en la oscuridad
y ellas se van quitando la ropa.

Cuerpos vacíos,
corazones dentro de bolsas de papel madera.

Sé que heriste a otros tontos
y que ellos aun tienen tu fotografía
pegada en la puerta del congelador.
Pero también sé
que no tienen alma por qué preocuparse,
y de algún modo estúpido
los odio por no tenerla.

UNA BUENA EPOCA

Cocinábamos toda la tarde recetas extraídas de viejos libros. Por lo general distintos tipos de arroces con verduras, pescados y fideos con carne. Y mientras lo hacíamos bailábamos y reíamos. Luego cenábamos a­com­pañados con velas, sahumerios y deliciosos vinos. Casi siempre Malbec. Comenzábamos con una botella y seguíamos hasta tres. La charla solía ser buena. En ocasiones cantábamos. Yo tomaba mi guitarra y la sacudía un poco. Pero no era demasiado bueno y ella lo sabía. No había modo de engañarla. No obstante, me dejaba jugar un rato. Después dejaba la guitarra y seguíamos bebiendo. Y una vez fuera de combate, nos íbamos a la cama y hacíamos el amor. Era una buena época… Al otro día, por la mañana ella se levantaba antes que yo y me preparaba el desayuno. Jugo de naranjas y mandarinas exprimidas, con tostadas con mermelada. Más tarde me duchaba, me afeitaba, me lavaba los dientes, salía del baño y la besaba. Un beso tierno para el camino. Entonces me iba al trabajo.
Sin embargo, cuando regresaba a su casa su ánimo y espíritu cambiaban por completo. Era como si se tratase de otra persona. Una persona que jamás terminé de conocer. Y todo aquel amor encerrado entre nuestras cuatro paredes desaparecía por completo, generando un sinsentido de dudas y conflictos descabe­lla­dos. A tal punto que a veces suponía que era una especie de broma, pero no. No. No. No.

A pesar de eso, intentando ignorar el dolor que me causaba, conseguía persuadirla para que volviese y a la noche siguiente volvíamos a cocinar, a bailar, a beber y a reír, como si nada hubiese ocurrido.
Hasta que sobrevivir a su abandono empezó a volverse más trabajoso. Sus dudas e inseguridades se tornaron insostenibles y yo dejé de ser tan bueno para convencerla de que regresase la noche siguiente. Y comencé a perder la cabeza. Y ella empezó a perder in­te­rés en mí, como si fuese un chicle demasiado mas­ticado; dejándome y rompiéndome un poco cada día.
Hasta que acabó.

Durante algún tiempo, una vez distanciados, viví obsesionado con la idea de recuperarla; creyendo que todo era culpa mía. ¡Tantas mentiras! ¡Tanto dolor innecesario! Luego la culpé a ella. ¿Qué pasó entonces con todo aquel amor? ¿Fue real? No sé.
Y el tiempo hizo lo suyo y nosotros lo nuestro. Seguro. Lo gracioso es que a veces tengo ganas de llamarla para preguntarle cómo está: ¿Qué fue de aquel gato gordo y feo, de bigotes obscenos? ¿Qué fue de sus otros 7 gatos? ¿Qué fue de aquel tipo alto y delgado que andaba siempre fumado? Pero la verdad es que ya no tiene ningún sentido. O al menos eso es lo que me digo.

martes, 10 de noviembre de 2009

MOMENTOS QUIETOS (Canción para Laura)

“Quizás sea el momento perfecto
de cortar hasta el hueso y seguir...”.
Dijo y huyó agitando sus brazos al fuego invisible
que ahogaba su aliento.
¿Por qué discutimos tanto?
¿Por qué nos herimos tanto?
¿Por qué hasta sangrar no paramos?

“Quisiera sentir que en tu viaje
no soy tan sólo un pasajero”,
pienso, y la veo escalar la avenida
cargando equipajes que agotan su vida.
¿Por qué te cuesta quererme?
¿Por qué me pierdo en tu mente?
Si deseo perderme en vos....

Y en estos momentos quietos,
de incierta desidia acechándonos,
me alejo de las palabras cedidas en el camino,
que me conducía a vos.

Caminamos toda la noche
bajo este cielo plomizo.
Y mientras el mundo estallaba en pedazos pequeños
me perdí en tus sueños:
Una casa llena de gatos,
flores blancas en tus zapatos
y niños traviesos corriendo.

Y en estos momentos quietos,
de incierta desidia acechándonos,
me alejo de las palabras cedidas en el camino,
que me conducía a vos.

Caminamos toda la noche.
La mañana llegó muy deprisa.
Vos sonreías,
quizás dormida.

LOS EXTRAÑOS

– ¿Quién es esa mujer? –preguntó Iván.
–Se llama Mariana –dijo la tipa de limpieza. Una mujer con cabeza de zapallo, melena de león y cara marchita.
– ¿Ah, sí? –dijo.
–Sí –confirmó la mujer con cabeza de zapallo, melena de león y cara marchita –. Trabaja en aquella oficina del fondo.
– ¿Sí?
–Sí. Pero te advierto que es una chica muy extraña…
– ¿Qué tiene de extraña?
–Ya sabés... siempre está sola, leyendo revistas de cine o escuchando música con los auriculares puestos.
–Bueno, eso no tiene nada de malo.
–Sí, pero nunca habla con nadie.
– ¿Y?
–Bueno, una chica así no parece alguien de confianza…
–Qué curioso, la gente dice eso de mí con cierta frecuencia.
–Sí –dijo –, también lo oí.
–Claro.
Para Iván era su segundo día de trabajo.
Fue durante un cruce en la cocina, que Iván consiguió sacarle a Mariana un poco de conversación; pese a que él no era demasiado bueno hablando con las mujeres (de hecho, no era para nada bueno). Nadie sabía cómo es que lo hacía pero siempre se las ingeniaba para arruinarlo. Sin embargo, aunque él era conciente de eso, no le importó. Aquellos ojos azules y brillantes, aquel pelo enmarañado y ese modo despreocupado de deslizarse de un lado a otro, eran demasiado.
La conversación fluctuó:
– ¿Ir al cine? –dijo Mariana, con cierto asombro. ¡Qué tipo osado!, pensó. ¿Y si es una especie de loco de remate? ¿Y si termina rebanándome los cachetes del culo con una navaja oxidada…?
Pero, al fin y al cabo, ella tampoco era demasiado normal. O eso al menos es lo que se decía. Fue la sensación curiosa de no saber y que no te importe una buena razón para aceptar.
– ¡Que carajo! –dijo –. ¿Por qué no?
–De acuerdo –dijo Iván –, que sea a la función de las 23.
– ¿Y qué vamos a ver?
– No sé …

Iván no era un tipo muy puntual pero ese día se esmeró por serlo. Ya saben, quería dejar una buena impresión. Como sea, eran las 23. Había bebido tres cervezas y se sentía realmente animado. La luna asomaba su pálida cara entre las nubes. ¿Qué podía fallar?
Al rato llegó Mariana.

La película estuvo muy bien. Bueno, al menos para él. A ella le pareció una porquería:
– ¡Previsible! ¡Previsible!
Pero estaba bien. Cine, pochoclos, buena conver­sa­ción y paseo bajo la luz de la luna pueden ser una combinación interesante.
La cosa siguió un rato más. Aunque no hubo sexo. Bueno, en las primeras citas rara vez lo hay. Al menos en las primeras citas de Iván. El sexo debía esperar.

Días más tarde hubo otra película y ocurrió algo insólito. Digo, este es el cuadro: película, charla, caminata bajo un sin fin de delgados hilos de agua... Entonces Mariana que conoce la guarida de Iván. Luces tenues, sahumerios, velas, música, etc. La cama. Las sábanas abiertas como capullos frescos… Tampoco hubo sexo. Bueno. El sexo aparece después de un tiempo. Por fin, por fin. Los detalles no importan. Iván venía con el espíritu dividido en tres partes. Las tres partes rotas. Ya saben, la tragedia de las eras: dos aviones que chocan de frente, el hombre que muere al llegar, la bala que aterrizó en tu frente. Y ahora, quién te dice… El mundo sabía cómo conseguir que su progreso, el progreso de la civilización entera, fuese hacia abajo. Pero girar sobre tu hombro, quizás el izquierdo y encontrarla, encontrarla a ella con su pelo enmarañado anudado entre tus dedos viejos... Bueno, eso vuelve tangible el alma de cualquiera.

Mi nombre es Iván, Iván Bury. La gente dice que no soy de confianza y quizás tengan razón. Pero para ser honesto, me importa muy poco. Y a Mariana, amigos, a ella tampoco parece preocuparle demasiado.

LA LUNA SIEMPRE SE VA

Mariana es una mujer de ojos curiosos.
Siempre está atravesándolo todo con su mirada,
que es de fuego.
Un fuego azul y ondulado.
Sus manos son pequeñas
y jamás están quietas.
Tiene un cuerpo macizo,
bañado de luz.
Hermosos pechos y piernas firmes como árboles jóvenes.
A veces por las mañanas,
cuando no estoy del todo despierto,
me da la impresión que flota,
derramando su perfume por las habitaciones,
y luego desciende
para aferrase a mi espalda sin alas
(Suelo espiarla,
oculto entre las sábanas.
Y aunque supongo que ella lo sabe
nunca me dice nada).
Su boca es pequeña y carnosa,
de un color rosa casi transparente.
Y junto a su nariz,
del lado izquierdo,
tiene un delicado lunar.
Tan delicado es que suele pasar desapercibido.
Su pelo es de color castaño claro,
y casi siempre está enmarañado.
En ocasiones lo dejo deslizarse entre mis dedos
pero sus formas no me lo permiten.
Entonces, ya sin chances,
Simplemente tironeo de él
y ella pega pequeños saltos…
Por supuesto,
Mariana es mucho más que sólo eso.
Porque cuando ríe
todo su cuerpo parece vibrar
y sus rasgos se llenan de un albor cristalino.
Sus ojos, su boca, sus dientes y su nariz.
Todo.
Incluso su lunar.
Como si cada milímetro de su ser
fuese víctima de una electricidad invisible,
nutrida dentro de ese pequeño y hermoso cuerpo,
que apenas es capaz de contenerla.
Y cuando llora es como un río
que arrastra mi espíritu egoísta.
Porque al observar cómo sus labios
se comprimen de dolor
hasta formar uno sólo,
me hacen creer en que morir de amor
puede ser muy real.
Y cuando baila…
Bueno,
cuando baila simplemente es feliz.

Y doy gracias a Dios o a quien sea
por tener la virtud
de poder atestiguar sobre ella,
que es lo más cierto que haya visto desfilar
en este carnaval de ilusiones.
Pero también sufro,
porque sé que algún día no estará.
Algún día ya no podré engañarla más
y sabrá que sólo soy un tonto.
Un tonto que salió al balcón
para robarle un poco de luz a la luna.
Pero,
en definitiva,
la luna siempre se va.
Entonces
sufro y lloro como un infante,
porque ya es demasiado tarde:
estoy enamorado.

NOCHE BUENA EN LA CIUDAD

Mi cabeza tenía seis ojos y flotaba,
y mis brazos,
que según ella no eran míos,
danzaban y disparaban brillos lunáticos
que se estrellaban contra el techo
y caían disueltos en cataratas perdurables
que pintaban de azul oscuro las paredes.
Estábamos enfrentados,
separados por un gigantesco gato negro,
con lomo de terciopelo y patas de algarrobo.
Sobre él había platos, copas, pan y sal.
De fondo aullaba Robert Smith
(¿o era Morrisey?).
Ella estaba recostada a lo largo del sillón,
con su pelo enmarañado
cubriéndole su espalda desnuda.
Yo estaba tirado en el piso,
con los codos clavados en la espina
de aquel gato azabache.
Mariana sonreía.
Era una sonrisa boba
pero radiante
que colgaba del lado derecho de su boca
y acariciaba el suelo.
Sus ojos latían,
comprimiendo toda la sangre del universo
dentro de sus pupilas transparentes.
Disparando destellos que atravesaban mi conciencia,
gobernándome para siempre.

¡Y me introduje en su interior
y encontré caminos de piedra y arena
que tejieron laberintos en mi mente,
entre batallas sangrientas,
gente sin cabezas,
sin pies,
sin narices,
ni huesos;
luchando todo el tiempo.
Agitando banderas y espadas.
Arando el suelo moribundo
con rastrillos gigantescos como robles…!Entonces reíste a carcajadas
y tu risa concibió una nube,
hermosa y bestial.
Una nube de aire espeso
que me envolvió
y me llenó de felicidad…

Despertamos cerca de la media noche,
sin decirnos nada.
Atónitos,
asustados,
pero entrelazados como si fuésemos uno.
Y sonreímos.
Sí.
Porque ser uno no es poca cosa.
LO JURO.

Noche buena en la ciudad.
El cielo arde azulado bajo un público discreto.
Dios está en la cruz.
El mundo celebra su gloria
y arranca el poste del suelo
con dedos temblorosos,
débiles y oxidados.
Los ejércitos marchan victoriosos
hacia sus palacios con torres de rubí,
que residen en el regazo
de las nubes más majestuosas
que te puedas imaginar…

El sol aguarda silencioso.

COSAS SIMPLES

Dijo algo simple.
Cosas,
ya sabés.
Lo intelectualicé un momento,
como víctima de mi naturaleza retorcida.
«Bueno, no hay nada que encontrarle a eso»,
pensé.
«Es sólo eso».
Y mientras sus palabras patinaban,
enredándose con mis pensamientos de costumbre,
sus ojos se abrieron
en hermosos abismos azules:
Aquellos ojos extraordinarios...
Sí, lo sé.
Sé que siempre están ahí,
todo el bendito tiempo.
Pero a veces soy muy estúpido
y no puedo verlos.
Ni mucho menos disfrutarlo.
Tonto y estúpido.
Es que esas mágicas ventanas
suelen conducirme hacia lugares inciertos.
Misteriosos.
Pero luego me traen de regreso a casa,
que es justo donde quiero estar;
con ella.
Y todo está en su modo.
Decir, hacer…
Es el modo.
Un modo simple y honesto,
con el que podría matarme
sin proponérselo demasiado…
Sin embargo elige cuidarme.

Y sonreímos y giramos en el piso como gatos tontos,
atrapados.
Y sonreímos y giramos como gatos hermosos.
Mientras muere Dios en su cruz,
ya desde hace algunos miles de años.
Y todas las manos y ojos y dedos de Dios,
en su magnificencia celestial,
no significan nada.
Porque el mundo detona cada día un poco más,
pero nosotros sólo reímos y giramos
como gatos felices.
Quizás, como estaba previsto.
Amén.

LEJOS

Está lejos, tomando sol, disfrutando de las ranas que saltan junto al arroyo, mientras la tarde está cayendo y el viento agita sutilmente las hojas frescas. Le mando un par de mensajes desesperados… La extraño. ¡Dios, la extraño! Y ella que por fin llama:
–Hola – dice –, ¿sabés? “pienso mucho en vos”.
(Vacilo)
–Bueno –digo finalmente –, ¿eso es todo lo que tenés para decirme? Podrías hacerlo un poco mejor… (ya saben lo malo que soy a la hora de elegir las palabras correctas).
– ¡Andate a cagar! –dice, despreocupadamente – ¡El escritor sos vos! ¡Yo no tengo tu facilidad para las palabras! A propósito, ¿cómo te fue hoy en el trabajo?
–Bien –digo –, muy bien.
Charlamos brevemente.
Entonces cortamos. Ella vuelve a posar sobre las rocas y mi habitación se atesta por el ruido de miles de motores furiosos, de sirenas de ambulancias, de ladridos de perros gordos y perezosos. Las horas avanzan con torpeza. Enciendo un cigarrillo y me echo en la cama, con las medias y los zapatos puestos, observando cómo el humo blanco sube y sube, hasta que desaparece. Justo cuando el sol (el mismo sol que acaricia sus piernas lejanas, a la orilla de un estúpido arroyo, rodeada de sapos, ranas y grillos), me concede un último instante de luz.

VILLANO

“El día en que no te tenga va a ser terrible”,
te dije
Y vos no me creíste.
Entonces lo volví a decir:
“Lo juro, el día en que no te tenga va a ser terrible”.
Fue en una de esas mañanas
en las que parece que va a llover.
Tenías la cabeza apoyada sobre mi pecho
y sonreías con tus dientes pequeños…
Qué extraño,
nunca pensé que ese día llegaría tan pronto.
Pero así fue,
inesperado como un rayo fatal.
Ahora en mi pecho sólo hay dolor.
Y las sombras que anegan mi cuarto
caen sobre mí,
como tormentas rabiosas
(sí, finalmente llovió).
Y todas esas cosas dichas
pesan menos que lo callado,
porque cuando me preguntaste
si quería estar con vos,
tuve que haberte dicho que sí,
¡Dios, sí!
Pero en su lugar dije “me da igual…”

Lo siento, cariño,
sabés que puedo ser muy tonto y orgulloso.
Lo suficientemente orgulloso
como para jamás volver atrás,
y vos sos demasiado frágil como para soportarlo.
Entonces,
así está bien.
No deseo hacerte daño.
No deseo continuar rompiendo tu fe.
Aunque evidentemente no sé hacer otra cosa…
Vivimos en un sueño hostil, cariño.
Lo sé, lo sé.
Y me está consumiendo hasta los huesos.
Sin embargo,
parece que el papel de villano,
a estas alturas,
me queda bastante bien.

MUNDO ENCERRADO

Hay un mundo encerrado en mi cabeza.
Quizás no sea perfecto
y en ocasiones sufra.
Pero eso a él no le importa.
Sólo quiere salir
y yo nunca lo dejo.
Lo ahogo,
lo niego.
Lo sirvo sobre una mesa
y lo devoro poco a poco.
Sin embargo él sigue ahí,
esperando a ser liberado.

Y puedo oírlo reír
a lo largo de noches como cuchillas.
Puedo sentir su carne cubriendo mis huesos,
sus ojos bajo la luna.
Y nadie lo ve...
Aunque en ocasiones
lo he visto escaparse por un costado,
cuando la gente me da la espalda.
Cuando nadie lo puede herir:
¡Hey, no vayas muy lejos!
Le digo.
¡Que sólo sea una vuelta!Y aunque podría haberse ido para siempre,
nunca lo hizo.
Es obediente.

Hay un mundo encerrado en mi cabeza:
¡Dejame salir!
Me dice él.
¿Qué podríamos perder...?
Pero nunca lo escucho
y quizás
debería hacerlo.

¿Lo harías vos?

DOCE MONOS ALADOS

Supongo que bebí más de la cuenta...
Es eso
o definitivamente me volví loco,
porque juraría que doce monos alados
entraron volando en la habitación,
como un murmullo o un zumbido.
Ceñidos en sombras.
Que giraron sobre nuestras cabezas,
rozando nuestras narices
y volvieron a salir,
perdiéndose en la inmensidad.
Y juraría haberte visto muerta de risa,
rodando entre las sábanas verdes,
sujetándote la panza.
Juraría haberte visto
riéndote de mi desconcierto,
de mi fascinación,
de mi ingenuidad,
con la inocencia y la malicia
de una niña traviesa.
Y al ver tu maravillosa sonrisa
llena de un tipo de luz
que podría intimidar al sol,
entendí que cualquier cosa podría suceder…
Hasta las cosas más incoherentes:
Como que me quieras del modo en que lo hacés.
Como despertar y estar feliz
de que seas vos quien amanece a mi lado.
No otra,
sólo vos.
O como que tu amor pueda más que tu orgullo
y que mi amor pueda más que mi egoísmo.

Entonces,
¿qué tienen de extraño doce monos alados?

UN DIA CON ELLOS

Bajé a la calle por fideos, leche, agua, jugo, bananas, galletitas y pan. Eran las 9:36 de la mañana. Hacía calor pero estaba soportable. Había sido una noche extraña y no podía dejar de pensar al respecto. La primera mitad fue terrible, entre pesadillas y nauseas. Luego me desperté mirando hacia arriba. Bueno, arriba no había nada. Sólo el techo y la oscuridad. Me rasqué la panza. Entonces, de repente, volví a dormirme. Ahora era músico de rock. O algo así. Había mujeres por todas partes y cada una sabía de mí. Me gritaban cosas. Cosas sin mucho sentido. Pero me agradaban sus gritos, sus tetas y sus culos. Sus caras no. Todas tenían rostros elípticos y rosáceos. Qué notable. Pero no me importó. Bajé del escenario y agarré a una de ellas por la cintura y la besé. Luego agarré a otra, pero de los cachetes del culo, y también la besé. Busqué una tercera. Hasta que alguien gritó: “Eh, qué pasa con la música”, y volví a subir. Sólo que ya no me sabía las canciones: la guitarra comenzó a sonar terrible y yo empecé a toser. Cof, cof, cof.
Dejé las cosas en la mesa de la cocina y encendí un cigarrillo. Puse la cafetera sobre el fuego y esperé. Mi pequeño hijo, Agustín, aun continuaba durmiendo. Un gran muchacho. Preparé el desayuno para los dos. Coloqué las tazas sobre una bandeja, el pan tostado, la manteca y unas cuantas galletitas, y regresé a la habitación. Apoyé la bandeja en el suelo y sacudí a mi pequeño, delicadamente. Bostezó.
– ¿Ya es de día? –preguntó, apenas abriendo un ojo.
–Claro –dije.
– ¿Es un día lindo?
–Tiene sus matices…
–Bueno.
El teléfono sonó cerca del medio día. Era Mariana. Mariana era una buena mujer y yo no la trataba como se merecía. Demasiadas derrotas, supongo. Entonces, ¿por qué me quería y cuidaba tanto? Era un misterio. Pero todo funcionaba bastante bien. Había muchas risas, amor, conversaciones simples y de las otras. Y casi nunca se quejaba de mí. Lo que era aun más misterioso.
Hablamos más de una hora.
Nos encontramos en la puerta del Museo de Ciencias Naturales, en Parque Centenario. Agustín adoraba aquel lugar. Íbamos dos o tres veces al mes pero él siempre ponía el mismo entusiasmo, como si fuera algo nuevo. Bueno, en eso estábamos a mano: él ponía siempre el mismo entusiasmo y yo lo disfrutaba como si fuera la primera vez. Mariana no conocía el museo y hacerlo no parecía entusiasmarla demasiado.
Entonces Agustín comenzó con sus preguntas y yo empecé a arrojar respuestas.
– ¿Hace mucho que murieron estos bichos, papi?
–Bastante.
– ¿Y eran malos?
–Algunos sí, otros no tanto.
– ¿Y cómo hacían para defenderse los que no eran tan malos?
–Y, hacían como podían, hijo.
–Ah.
Mariana escuchaba nuestros diálogos y echaba risitas. Eran risitas de lo más alegres y despreocupadas. Me gustaba oírla reír. Hacía temblar las paredes. Renovaba el aire. Lo hacía más digerible.
– Y ésta clase de monos, ¿también se murieron, papi?
–Sólo ese.
–Ah.
Recorrimos el museo de punta a punta, sin grandes novedades más que Mariana; hasta que un tipo de uniforme azul y ojos saltones nos dijo que estaban por cerrar.
Salimos a la calle y caminamos alrededor del parque.
Llegamos a un sitio donde vendían libros, revistas y discos. Había mucha gente. La humanidad de a ratos era joven. Todos parecían muy despreocupados y la mayoría llevaban mochilas y arrastraban sus pies, como víctimas de un peso invisible que quizás nunca se vaya. Ya saben, el cansancio de los siglos transmitido de generación en generación. En fin, comenzamos a abrirnos camino entre las personas. Y mientras lo hacíamos tuve la sensación de estar dentro de una esas prácticas bélicas en las que tenés un arma y los personajes van saliendo de alguna parte; y vos tenés que saber distinguir los buenos de los malos. Bueno, me vi dentro, sólo que no podía diferenciar quién era quién. ¿De qué lado estaría yo? Imaginé sus cabezas estallando y pensé, “de acuerdo, algo así los obligaría a ver las cosas desde otro ángulo: la vida realmente no es vida hasta que parece acabar”. Aunque nada ocurrió. Seguimos avanzando, hojeando libros. Pese a que ver libros siempre me resultó bastante aburrido, advertir a Mariana tan animada, ingresando en un puesto, abriendo y cerrando libros y saliendo disparada hacia otro, le agregó magia a aquella galera sin conejos ni palomas.
Llegamos a un puesto que tenía colgado un dibujo enorme de Bukowski. Entré. Quizás en busca de alguna rareza, algún libro de poemas o algún volumen de cartas. Pero no tuve demasiado éxito. Después de todo, por qué habrían de tener algo que no se conseguía en las librerías. Aquel lugar no era la meca de nada. Tan sólo era un sitio donde conseguir las mismas cosas un poco más baratas. La globalización ya lo arruinó todo: los tiempos del compromiso político habían quedado atrás. La fijación por la pose le dio una patada en el culo a los movimientos de pensamientos independientes. Ahora podías ver a todos esos chicos jugando a ser raros, oscuros, artistas de la rebeldía, pagando $ 200 por unos pantalones que alguien hubo regalado al ejército de salvación. La tergiversación de las ideas. O lo que sea.
Finalmente terminé comprando a $ 15 Relatos de un viejo indecente. Dos más y completaba la colección. Al menos la edición accesible. Claro, había otra decena de libros que jamás conseguiría pero eso estaba bien: el día que creamos haberlo conseguido todo no va a quedar otra cosa que sentarnos a esperar.
Nos apartamos del gentío y nos sentamos en un banco, bajo un árbol lleno de pequeñas flores rosas, amarillas y violetas. El sol brillaba tenue entre las ramas y le agregaba cierto tinte poético. El libro estaba envuelto en un delicado celofán de color fucsia. 5º edición. Quité el celofán con cierta ansiedad… y lo peor: era un libro fotocopiado. Sí, fotocopias oscuras y borrosas, mal cortadas; pegadas con evidente desgano. Me sentí un idiota. 5º edición mis pelotas. Comencé a pasar de hoja en hoja, desesperadamente, como si en algún momento fuese a volverse original. Pero no. Y me volví a sentir un idiota. Apoyé el libro sobre el banco y suspiré.
–Soy el hombre bobo del circo…
Agustín asintió con la cabeza. Mariana tomó el libro y lo hojeó.
–Es cierto, es una porquería de copia.
Luego volvió a hojearlo.
–Ahora vengo –dijo, de repente.
Yo no dije nada. Me había derrotado el sistema. Otra vez. Entonces Mariana salió disparada hacia el gentío. Se introdujo entre la multitud y desapareció. Agustín apoyó su cabeza sobre mi hombro.
–Yo te amo, papi –dijo –. Aunque seas tan gil.
–Gracias, hijo. Eso reconforta.
Una leve ventisca barrió el camino, levantando tierra, sacudiendo las ramas de los árboles. Algunas flores cayeron sobre nosotros. Pequeños copos de colores. Agustín recogió algunas y las colocó sobre mi regazo.
Dos minutos después ahí estaba Mariana, con un nuevo libro. Sonriendo. Quitó delicadamente las flores de mi regazo y las puso en el suyo.
–Ojealo –dijo –, yo te cuido las flores.
–De acuerdo.
Lo hice. El libro era original.
– ¿¡Cómo hiciste!? – pregunté.
– Sólo le enseñé un poco mis piernas al vendedor.
Algo así no me resultó extraño, tenía unas piernas preciosas. Y unos bellos ojos, azules y brillantes. El resto encajaba muy bien, como un Lego o el pedazo de un rompecabezas en el sitio adecuado.
Nos sentamos cerca del arenero. Y mientras Agustín jugaba a la pelota con unos nenes, Mariana y yo leímos un poco nuestros respectivos libros. El suyo había costado 1$. Un escritor subestimado, según ella. Yo ni siquiera lo conocía.
Una vez que oscureció, regresamos a casa. En la heladera había un poco de pollo, tomates, cebollas y ajíes. Fileteé el pollo y lo arrojé al sartén, junto a lo demás. Herví un poco de agua y eché unos fideos dentro. Serví dos copas de vino.
Luego cenamos.
–Fue un día bonito, ¿no? –dijo Mariana, mientras se introducía un gran bocado dentro de su boca llena de dientes.
–Claro que sí –dije –. Brindemos.
Se había hecho ya muy tarde. Agustín estaba dormido sobre el sillón. Qué cosita frágil, pensé: «afuera hay un mundo que espera a que salgas para devorarte a pedazos, como una manada de lobos hambrientos; y algún día vas a querer salir a hacerle frente... Lo sé. Pero mientras pueda tenerte cerca, voy a estar bien».
Después de llevar a la cama a mi hijo, acompañé a Mariana hasta la puerta. Yo no quería que se fuera pero tenía compromisos al día siguiente; algún amigo con problemas, según ella, y quería reconfortarlo un poco. Y por mí estaba bien. Mientras después pueda reconfortarme otro poco a mí, que proteja al mundo a su manera.
Me serví otra copa de vino, regué mis plantas y saqué la basura al palier. El edificio estaba de lo más silencioso. Me quedé escuchando el silencio un rato. Hasta que la luz del pasillo se apagó. Luego volví a entrar.
Me senté frente a la máquina. Realmente había sido un día bonito. Sin náufragos ni heridos. Entonces escribí esto.
Y eso fue todo.

jueves, 5 de noviembre de 2009

SOBRE TODO CUANDO NO ESTAS

«Conozco a una mujer que no se mete con nadie. Excepto conmigo, claro. Aunque cuando lo hace, sólo es para hacerme feliz ».

Los cinco minutos de fiaca antes de arrancar.
Cortarme la cara al afeitarme
casi todos los días
para estar suavecito para vos.
Mi ansiedad desmesurada.
Mis proyectos de relatos, poemas y canciones.
Las películas de Woody Allen,
los libros a los que jamás doy una oportunidad.
Mis libros de Bukowski,
una y otra y otra y otra vez.
Mis fallidos intentos por ser gracioso,
tus carcajadas cuando lo soy
sin habérmelo propuesto.
Tus sobres de cartas,
tus apuntes mentales, tus amigos.
Mis dos amigos.
Mis manos frías en tu espalda.
Tus pies tibios sobre los míos.
Tu paciencia,
mis estados de ánimo imposibles.
Tus lágrimas en mi hombro
una y otra y otra y otra vez.
El vínculo entre la letra y el papel.
Por fin poder decir siempre la verdad.
Las velas, los sahumerios,
las mismas tres o cuatro recetas.
Tus ganas de que sea yo quien te proteja.
Mis deseos de creer que lo consigo…
Mi pequeño y yo alimentando patos en la plaza.
Vos sonriendo.

¿Sabés?
Pienso en eso cada día.
Cuando me ato los zapatos,
cuando subo al colectivo hacia el trabajo,
mientras cuento cada minuto
de esas 9 horas de tortura.
Cuando me cepillos los dientes.

Cuando giro en la cama y no estás.
Sobre todo cuando no estás…
Como ahora,
por ejemplo.

martes, 3 de noviembre de 2009

SIMULCOP (canción para Mariana)


No exagero cuando niego tregua
en momentos de tensión.
Esa alquimia líquida que juega
a mantener la calma
cuando vos y yo
olvidamos que tan sólo
somos vos y yo,
con la sangre al descubierto.

Dudo que exageres cuando estalla
tu tester de dolor.
Suelo ser un cretino intratable
a la hora de asesinar tu amor.
Se ve
que ser el tipo bueno
no me queda nada bien.
Soy un ensayo de mí mismo...

Y no es que quiera ser un Simulcop.
No deseo morir esta noche.

Cariño,
lo siento.
No es que quiera repetirme en vos...
Dame tiempo, aprendo lento,
Cariño.
Ya lo sabés.

Ya lo sabés,
ya lo sabés...

TRES MUJERES

Las recuerdo de a retazos, como si fueran un gran rompecabezas; como si fueran parte de un único rompecabezas. Asimismo, soy objetivo al afirmar que son una sola persona, en contraposición con sus múltiples personalidades: Jekyll y Hyde durmiendo en camas separadas. Enojadas, cambiantes, atrapadas. Aquellas tres mujeres que, sentadas a mis espaldas, hablándome al oído, susurrándome cosas que apenas puedo vislumbrar, jamás dejarán mi soledad intacta. Como un sueño recurrente... Son ellas en tal caso, a quienes tanto amé. Y herí. No obstante de maneras diferentes, sí. Y de maneras diferentes es que también las recuerdo (aunque a veces pareciera que hablo de aquella mujer que es una y que además son tres).

Recuerdo a Débora escuchando siempre el mismo disco, con catorce canciones melosas e insubstanciales. La recuerdo parada en medio de la sala, con una cuchara de madera en la mano, pegando gritos desaforados, asustando a las paredes; asesinando aquellas canciones (lo que de alguna manera era bastante justo). La recuerdo enojada porque mi deleznable humor le exigía, si no imploraba, que sacase aquel compilado de malas artes.
Recuerdo a Débora recogiendo perros de la calle, llevándolos a casa, alimentándolos y bañándolos; para que después los muy ingratos nos destrozasen nuestras pocas pertenencias. “Te recuerdo triste, gritándome tu indignación al verme regalando a los cachorros a personas con más espacio y cosas qué destruir. Y recuerdo que intenté consolarte, pero no me lo permitiste”.

Recuerdo a Laura esperándome con la cena, entre flores silvestres y copas llenas de vino tinto; sonriéndome feliz (mientras el olor a lluvia entraba por aquel balcón francés), acomodando su pelo en una serie de peinados divertidos. Sí, sobre todo la recuerdo en esas 12 horas de risas, más que en sus otras 12 horas de enojos irracionales. “Recuerdo la vez en que lloré toda la noche y no supiste qué decir. Cumplía 30 años y me obsequiaste un libro, una botella de Malbec y mucho dolor. Recuerdo que te marchaste de prisa, dejándome temblando frágil, sentado en un rincón”.

Recuerdo a Mariana hablándome de costado, a lo largo del sillón. Observándome de a ratos, estudiándome. Buscando dentro de mí. Recuerdo el día en que me encontró. Fue como si dos montañas colisionasen (no hablo de la explosión de dos moles estrellando sus cuerpos imposibles, sino de la magnitud de un suceso así de inimaginable). Yo existía oculto, a merced de mis pensamientos más sombríos; y aun así no tuvo miedo. Eso fue nuevo para mí. “Recuerdo tu sonrisa enamorada, bajo la tenue luz de una vela: «¿me querés?» dijiste, y no vacilé: «¡por supuesto que te quiero!»”. Y era verdad.
FIN