viernes, 13 de noviembre de 2009

EL DOLOR ES LA TREGUA

Me despertó el teléfono cerca de la media mañana.
La noche anterior
había intentado ahogar mis penas
con un poco de alcohol,
pero las horas fueron demasiado breves
y pronto
la noche se transformó en madrugada.
Hasta que todo se desvaneció…
Bueno,
atendí el teléfono.
Era mi padre.
No sé muy bien cómo procedió la conversación.
El asunto
es que dos horas más tarde
estaba frente al volante,
llevándolo a él,
a su esposa
y a su suegra
al aeropuerto.
Era un día sin sol.
Caluroso y criminal.
Yo estaba desarticulado.
El solo hecho de poder mantenerme en línea,
de por sí,
ya era un hecho de magnitudes insospechadas.
Ellos,
afortunadamente,
filtraban mi estupidez;
felices y rosados.
Creo que iban a Brasil.
No sé...
Lo que sí sé
es que hablaban mucho y muy rápido.
Bueno, eso está muy bien,
pensé.
Aunque pensar no era nada fácil.
Mi cabeza latía como el segundero de un reloj
que avanza en la oscuridad.
Mis tripas se retorcían,
se comprimían,
creando arcadas difíciles de contener,
como un dique débil y amenazado.
¡Maldita enfermedad!
Entonces
recordé que Débora me había dejado.
¡Cierto, me había dejado!
Y aquel pensamiento,
de pronto,
me devolvió la lucidez necesaria
para poder realizar alguna que otra maniobra sensata.
Quizás,
el dolor sea la tregua.
Quizás, quizás, quizás.

Dejé a los viajantes cerca de la puerta número 4
y mientras los despedía,
efectuando torpes movimientos semicirculares
con mi mano izquierda,
como si fuera un subnormal,
me alejé.
De vez en cuando triste,
de vez en cuando enfermo.

La vida gira en el eterno caos de la contradicción.
El equilibrio y la felicidad,
en consecuencia,
son instantes de lo más efímeros.

Otra vez en la ruta.
Otra vez el tráfico infernal.

Los rayos del sol
que conseguían agujerear las nubes
me daban de lleno en la cara.
Cálidos e incisivos.
¡Suficiente!
Y de pronto,
me vi vomitando
dentro de una bolsa de supermercado,
a 110Km por hora,
efectuando admirables maniobras
que me desviaron de la muerte.
Sintiendo deshacerme
para volver a reagrupar mi espíritu.
Dosis de vida y alivio.
¡Gracias, Dios, gracias!

Conseguí llegar a casa.
Abrí la puerta y fui directo al baño,
desvistiéndome en el camino.
Giré la llave de la ducha.
Esperé.
El agua abriéndose paso
a lo largo de la cañería
hizo una explosión gigantesca.
¡El dolor es la tregua!
Volví a pensar.
¡El dolor es la tregua!

Allí me quedé un buen rato,
bajo el agua.
Hasta que me aburrí y salí,
desnudo, mojado y enfermo.
Y me introduje en la cama,
sintiéndome morir.
Temiendo dormir,
temiendo no despertar.
Tratando de ignorar el temblar de las paredes
y el crujir del techo cayendo en picada.
Horas después
el sol había desaparecido.
Las sombras me abrazaban
con sus manos dementes
y yo me volvía un poco más loco.
Alguien llamó a la puerta:
– ¡Fuera, acá sólo hay un tipo a punto de morir!
Se fue.
Luego sonó el teléfono.
Estiré el brazo y lo descolgué.
Giré sobre mi espalda,
en un acto de osadía desmesurada,
y mientras lo hacía
pude oír vagamente:
– ¿Hola, hola, hay alguien ahí?
Pero no me importó.
Dolor, dolor, dolor.
Tregua y dolor.

Finalmente, me dormí.

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