viernes, 13 de noviembre de 2009

CARTA PARA DEBORA

Débora:

Estuve pensando, ¿sabés? sobre todos estos años y en el daño que nos provocamos vanamente, siempre que podemos. Estuve pensando, ya sin reproches ni posturas arbitrarias; sólo pensando. Porque alguna vez te amé. Sí. Te amé mucho, y ahora no hay más que odio entre nosotros. Un odio absurdo, aunque quizás comprensible.
A veces me encuentro con algunos amigos de aquella época o con amigos actuales, que ven las consecuencias de nuestras disputas y me dicen:
– Es una persona horrible.
A lo que yo les contesto:
– No, sólo es una ex esposa horrible. Ella es una buena mujer.
Hay cosas en las que jamás vamos a poder ponernos de acuerdo. Y algunas de ellas son necesarias. Digo, facilitaría bastante nuestra existencia como padres. Porque te confieso que cada vez me siento más cuestionado y perjudicado. Somos tan diferentes…
Días atrás me encontré charlando sobre vos, ¿sabés? Fue con una mujer que conocí en un bar donde a veces hago de barman. Era una mujer extraña, con la cabeza demasiado grande y ojos saltones. Tenía un vestido verde loro con un gran escote deshilachado, y muchas pecas y muchos dientes. Lo curioso es que así y todo se las ingeniaba para parecer bonita. En fin, les estaba pagando tragos a todos sus amigos, y ellos reían y cantaban. A veces hablaban, aunque no sé de qué. No había modo. Lo único que hacía era servirles sus copas, cobrarles y largarme de ahí. Yo también había tomado un par de tragos y bebido suelo ser más hermético de lo habitual. La música estaba excesivamente fuerte: Rock Latino (otra gran mentira). Y todo anduvo así por un buen tiempo, hasta que se quedó sola, sin nadie a su alrededor. Toda aquella gente había desaparecido. Entonces, de repente, dejó de reír y se mantuvo quieta, con la mirada perdida hacia delante. Y adelante no había nada más que una columna azul, con el retrato de algún irlandés muerto.
Los asientos vacíos junto a ella volvieron a ocuparse y todas esas personas rápidamente ordenaron sus copas y comenzaron a reír, a gritar y cantar aquellas canciones innecesarias. Pero nadie notó que la pobre tipa lloraba, dejando charcos de agua y sal sobre la barra. Echando pequeños espasmos desconsolados. Y no sé muy bien por qué, quizás fueron sus pecas, pero me recordó a vos. Alegre y llena de vida pero tan frágil. Así que me acerqué con una cerveza en la mano. Apoyé la cerveza frente a ella y le dije:
– La casa invita.
Claro que la casa no tenía ni idea que le estaba invitando algo a alguien. Bueno, hablamos un rato. De nada en particular, ya sabés. Asuntos varios. Había estado casada, tenía 33 años y su ex marido era bastante mayor. Tenía una nena de cuatro a quien el tipo veía cada tres o cuatro meses y eso la tenía subida a una montaña rusa emocional. De modo que se la pasaba recorriendo bares, tratando de no enloquecer, fumando y bebiendo con sus amigos, mientras a la niña se la cuidaban sus hermanas. Tenía un buen trabajo y mucho dinero, y sus amigos se abusaban de la situación. Cosa que permitía. Pero cuando el dinero desaparecía, desaparecían ellos y se sentía muy sola. La barra estaba llena de gente que pedía a gritos sus bebidas y yo estaba de gran charla con una mujer llena de pecas y penas. «¡Hey, Iván, atendé a esas personas, por el amor de Dios!», decía el dueño. «Sí, Nico, lo siento», decía yo. Servía vasos y copas, y luego volvía con la chica del vestido verde loro, a continuar nuestra conversación...
Perdón, creo que me dispersé. La cosa es que terminamos hablando de vos. De nuestra historia. De nuestro imperio y su caída. Yo no soy muy bueno hablando con las personas. En algún punto siempre termino metiendo la pata o aburriéndome. Y supongo que me aburrí, porque de repente comprendí que ya no conseguía entender de qué estaba hablando. Si es que estaba hablándome a mí o estaba hablando sola o con aquel irlandés muerto. Y volví a mis cosas. Sin embargo, una especie de trémolo quedó zumbando en mi cabeza. Algo en lo que nunca había pensado. Fue una pregunta, exactamente:
– Entiendo que vos estabas enamorado… pero ella –dijo – ¿por qué carajo decidió casarse con vos? ¿Qué fue lo que la condujo a eso?
– No lo sé.
Continué con lo mío y ella siguió sentada en la barra, bebiendo. Aunque ya no moqueaba. Ahora trabajaba en una flor con un pedazo de papel de aluminio.
Aquella pregunta siguió dando vueltas dentro de mí. Y es que nunca hube de planteármelo de ese modo. Entonces, ¿por qué accediste a estar conmigo? Realmente no hacía falta. Y no me digas que fue amor… yo estaba ciego pero así y todo podía ver, y sé que te comprometiste con un tipo al que no amabas. Supongo que algo así haría muy infeliz a cualquiera… Quizás yo no debí haberlo permitido. No sé. Te amaba, ¡Dios, sí! No debí haber hecho trágica tu vida. Tuve que haber sido fuerte y morirme de amor pero no herirte. Herirte, no. Pero no tuve el coraje, fui débil. Cobarde. Egoísta. Preferí conservarte a como de lugar… No es extraño que ahora me odies.
De todos modos, debo admitir que cuando nos separamos, me refiero a ni bien nos separamos, tuviste gestos muy nobles conmigo. Intentaste que sufriera lo menos posible. Fuiste dulce y no me diste falsas esperanzas. Gracias. Eso ayudó.
Débora, te cuento el final de la historia:
Mi horario había terminado. Así que me acerqué a cobrarle a esta mujer (quien por cierto jamás me dijo su nombre y yo nunca se lo pregunté) para poder largarme de ahí.
– Son $322 – dije.
– ¡Mierda que toman estos hijos de puta! –dijo.
– Así parece.
Pagó con $350.
– Quedate el cambio.
Sonreí. ¿Era yo el que solía dejar buenas y jugosas propinas? Bueno, ya no. La vieja historia del karma. Presenté mi caja y me fui a cambiar. Cuando regresé la chica continuaba sentada. Frente a ella había un Martini con una aceituna dentro. Un tipo flaco, cadavérico, estaba junto a ella. Parecía simpático. Levanté mi mano y los saludé a la distancia. Ambos hicieron lo propio. Luego salí. Era una noche clara. La luna era demasiado grande. Quizás la más grande que había visto en mi vida.
A media cuadra estaba la parada del colectivo. En la calle no había un alma. Y entonces fue que sentí esos pasos detrás de mí. Pasos desesperados. Me di la vuelta y ahí estaba ella, con sus pecas y dientes y aquel vestido verde loro. Tenía la flor de papel de aluminio en su mano. Extendió la mano y me la obsequió.
– Para vos – dijo.
– Gracias.
La llevé a mi nariz, como si fuese de verdad y la olí.
–Tiene olor a tabaco –dije.
Ella sonrió.
– ¿Sabés una cosa? –dijo –. Digas lo que digas, yo creo que ella es una persona horrible.
– Sólo es una ex esposa horrible. Ella es una buena mujer.
Entonces me besó en la mejilla y volvió a sonreír. Después salió disparada hacia el bar. La contemplé mientras se marchaba. Luego observé la flor y reí... Realmente, no le había salido nada bien.

Iván

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