
–Hola – dice –, ¿sabés? “pienso mucho en vos”.
(Vacilo)
–Bueno –digo finalmente –, ¿eso es todo lo que tenés para decirme? Podrías hacerlo un poco mejor… (ya saben lo malo que soy a la hora de elegir las palabras correctas).
– ¡Andate a cagar! –dice, despreocupadamente – ¡El escritor sos vos! ¡Yo no tengo tu facilidad para las palabras! A propósito, ¿cómo te fue hoy en el trabajo?
–Bien –digo –, muy bien.
Charlamos brevemente.
Entonces cortamos. Ella vuelve a posar sobre las rocas y mi habitación se atesta por el ruido de miles de motores furiosos, de sirenas de ambulancias, de ladridos de perros gordos y perezosos. Las horas avanzan con torpeza. Enciendo un cigarrillo y me echo en la cama, con las medias y los zapatos puestos, observando cómo el humo blanco sube y sube, hasta que desaparece. Justo cuando el sol (el mismo sol que acaricia sus piernas lejanas, a la orilla de un estúpido arroyo, rodeada de sapos, ranas y grillos), me concede un último instante de luz.
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