martes, 10 de noviembre de 2009

UN DIA CON ELLOS

Bajé a la calle por fideos, leche, agua, jugo, bananas, galletitas y pan. Eran las 9:36 de la mañana. Hacía calor pero estaba soportable. Había sido una noche extraña y no podía dejar de pensar al respecto. La primera mitad fue terrible, entre pesadillas y nauseas. Luego me desperté mirando hacia arriba. Bueno, arriba no había nada. Sólo el techo y la oscuridad. Me rasqué la panza. Entonces, de repente, volví a dormirme. Ahora era músico de rock. O algo así. Había mujeres por todas partes y cada una sabía de mí. Me gritaban cosas. Cosas sin mucho sentido. Pero me agradaban sus gritos, sus tetas y sus culos. Sus caras no. Todas tenían rostros elípticos y rosáceos. Qué notable. Pero no me importó. Bajé del escenario y agarré a una de ellas por la cintura y la besé. Luego agarré a otra, pero de los cachetes del culo, y también la besé. Busqué una tercera. Hasta que alguien gritó: “Eh, qué pasa con la música”, y volví a subir. Sólo que ya no me sabía las canciones: la guitarra comenzó a sonar terrible y yo empecé a toser. Cof, cof, cof.
Dejé las cosas en la mesa de la cocina y encendí un cigarrillo. Puse la cafetera sobre el fuego y esperé. Mi pequeño hijo, Agustín, aun continuaba durmiendo. Un gran muchacho. Preparé el desayuno para los dos. Coloqué las tazas sobre una bandeja, el pan tostado, la manteca y unas cuantas galletitas, y regresé a la habitación. Apoyé la bandeja en el suelo y sacudí a mi pequeño, delicadamente. Bostezó.
– ¿Ya es de día? –preguntó, apenas abriendo un ojo.
–Claro –dije.
– ¿Es un día lindo?
–Tiene sus matices…
–Bueno.
El teléfono sonó cerca del medio día. Era Mariana. Mariana era una buena mujer y yo no la trataba como se merecía. Demasiadas derrotas, supongo. Entonces, ¿por qué me quería y cuidaba tanto? Era un misterio. Pero todo funcionaba bastante bien. Había muchas risas, amor, conversaciones simples y de las otras. Y casi nunca se quejaba de mí. Lo que era aun más misterioso.
Hablamos más de una hora.
Nos encontramos en la puerta del Museo de Ciencias Naturales, en Parque Centenario. Agustín adoraba aquel lugar. Íbamos dos o tres veces al mes pero él siempre ponía el mismo entusiasmo, como si fuera algo nuevo. Bueno, en eso estábamos a mano: él ponía siempre el mismo entusiasmo y yo lo disfrutaba como si fuera la primera vez. Mariana no conocía el museo y hacerlo no parecía entusiasmarla demasiado.
Entonces Agustín comenzó con sus preguntas y yo empecé a arrojar respuestas.
– ¿Hace mucho que murieron estos bichos, papi?
–Bastante.
– ¿Y eran malos?
–Algunos sí, otros no tanto.
– ¿Y cómo hacían para defenderse los que no eran tan malos?
–Y, hacían como podían, hijo.
–Ah.
Mariana escuchaba nuestros diálogos y echaba risitas. Eran risitas de lo más alegres y despreocupadas. Me gustaba oírla reír. Hacía temblar las paredes. Renovaba el aire. Lo hacía más digerible.
– Y ésta clase de monos, ¿también se murieron, papi?
–Sólo ese.
–Ah.
Recorrimos el museo de punta a punta, sin grandes novedades más que Mariana; hasta que un tipo de uniforme azul y ojos saltones nos dijo que estaban por cerrar.
Salimos a la calle y caminamos alrededor del parque.
Llegamos a un sitio donde vendían libros, revistas y discos. Había mucha gente. La humanidad de a ratos era joven. Todos parecían muy despreocupados y la mayoría llevaban mochilas y arrastraban sus pies, como víctimas de un peso invisible que quizás nunca se vaya. Ya saben, el cansancio de los siglos transmitido de generación en generación. En fin, comenzamos a abrirnos camino entre las personas. Y mientras lo hacíamos tuve la sensación de estar dentro de una esas prácticas bélicas en las que tenés un arma y los personajes van saliendo de alguna parte; y vos tenés que saber distinguir los buenos de los malos. Bueno, me vi dentro, sólo que no podía diferenciar quién era quién. ¿De qué lado estaría yo? Imaginé sus cabezas estallando y pensé, “de acuerdo, algo así los obligaría a ver las cosas desde otro ángulo: la vida realmente no es vida hasta que parece acabar”. Aunque nada ocurrió. Seguimos avanzando, hojeando libros. Pese a que ver libros siempre me resultó bastante aburrido, advertir a Mariana tan animada, ingresando en un puesto, abriendo y cerrando libros y saliendo disparada hacia otro, le agregó magia a aquella galera sin conejos ni palomas.
Llegamos a un puesto que tenía colgado un dibujo enorme de Bukowski. Entré. Quizás en busca de alguna rareza, algún libro de poemas o algún volumen de cartas. Pero no tuve demasiado éxito. Después de todo, por qué habrían de tener algo que no se conseguía en las librerías. Aquel lugar no era la meca de nada. Tan sólo era un sitio donde conseguir las mismas cosas un poco más baratas. La globalización ya lo arruinó todo: los tiempos del compromiso político habían quedado atrás. La fijación por la pose le dio una patada en el culo a los movimientos de pensamientos independientes. Ahora podías ver a todos esos chicos jugando a ser raros, oscuros, artistas de la rebeldía, pagando $ 200 por unos pantalones que alguien hubo regalado al ejército de salvación. La tergiversación de las ideas. O lo que sea.
Finalmente terminé comprando a $ 15 Relatos de un viejo indecente. Dos más y completaba la colección. Al menos la edición accesible. Claro, había otra decena de libros que jamás conseguiría pero eso estaba bien: el día que creamos haberlo conseguido todo no va a quedar otra cosa que sentarnos a esperar.
Nos apartamos del gentío y nos sentamos en un banco, bajo un árbol lleno de pequeñas flores rosas, amarillas y violetas. El sol brillaba tenue entre las ramas y le agregaba cierto tinte poético. El libro estaba envuelto en un delicado celofán de color fucsia. 5º edición. Quité el celofán con cierta ansiedad… y lo peor: era un libro fotocopiado. Sí, fotocopias oscuras y borrosas, mal cortadas; pegadas con evidente desgano. Me sentí un idiota. 5º edición mis pelotas. Comencé a pasar de hoja en hoja, desesperadamente, como si en algún momento fuese a volverse original. Pero no. Y me volví a sentir un idiota. Apoyé el libro sobre el banco y suspiré.
–Soy el hombre bobo del circo…
Agustín asintió con la cabeza. Mariana tomó el libro y lo hojeó.
–Es cierto, es una porquería de copia.
Luego volvió a hojearlo.
–Ahora vengo –dijo, de repente.
Yo no dije nada. Me había derrotado el sistema. Otra vez. Entonces Mariana salió disparada hacia el gentío. Se introdujo entre la multitud y desapareció. Agustín apoyó su cabeza sobre mi hombro.
–Yo te amo, papi –dijo –. Aunque seas tan gil.
–Gracias, hijo. Eso reconforta.
Una leve ventisca barrió el camino, levantando tierra, sacudiendo las ramas de los árboles. Algunas flores cayeron sobre nosotros. Pequeños copos de colores. Agustín recogió algunas y las colocó sobre mi regazo.
Dos minutos después ahí estaba Mariana, con un nuevo libro. Sonriendo. Quitó delicadamente las flores de mi regazo y las puso en el suyo.
–Ojealo –dijo –, yo te cuido las flores.
–De acuerdo.
Lo hice. El libro era original.
– ¿¡Cómo hiciste!? – pregunté.
– Sólo le enseñé un poco mis piernas al vendedor.
Algo así no me resultó extraño, tenía unas piernas preciosas. Y unos bellos ojos, azules y brillantes. El resto encajaba muy bien, como un Lego o el pedazo de un rompecabezas en el sitio adecuado.
Nos sentamos cerca del arenero. Y mientras Agustín jugaba a la pelota con unos nenes, Mariana y yo leímos un poco nuestros respectivos libros. El suyo había costado 1$. Un escritor subestimado, según ella. Yo ni siquiera lo conocía.
Una vez que oscureció, regresamos a casa. En la heladera había un poco de pollo, tomates, cebollas y ajíes. Fileteé el pollo y lo arrojé al sartén, junto a lo demás. Herví un poco de agua y eché unos fideos dentro. Serví dos copas de vino.
Luego cenamos.
–Fue un día bonito, ¿no? –dijo Mariana, mientras se introducía un gran bocado dentro de su boca llena de dientes.
–Claro que sí –dije –. Brindemos.
Se había hecho ya muy tarde. Agustín estaba dormido sobre el sillón. Qué cosita frágil, pensé: «afuera hay un mundo que espera a que salgas para devorarte a pedazos, como una manada de lobos hambrientos; y algún día vas a querer salir a hacerle frente... Lo sé. Pero mientras pueda tenerte cerca, voy a estar bien».
Después de llevar a la cama a mi hijo, acompañé a Mariana hasta la puerta. Yo no quería que se fuera pero tenía compromisos al día siguiente; algún amigo con problemas, según ella, y quería reconfortarlo un poco. Y por mí estaba bien. Mientras después pueda reconfortarme otro poco a mí, que proteja al mundo a su manera.
Me serví otra copa de vino, regué mis plantas y saqué la basura al palier. El edificio estaba de lo más silencioso. Me quedé escuchando el silencio un rato. Hasta que la luz del pasillo se apagó. Luego volví a entrar.
Me senté frente a la máquina. Realmente había sido un día bonito. Sin náufragos ni heridos. Entonces escribí esto.
Y eso fue todo.

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