jueves, 12 de noviembre de 2009

NADIE SALVA


Viajando por la ruta hacia ninguna parte en especial. Escapando. Con la música atravesando mis sentidos y las luces de los otros autos y camiones embistiéndome insistentes. Sintiéndome un gran moscardón que abandonó la tela de la araña, piso el acelerador e intento no pensar. Pero ahí están: tus ojos asesinos y tu boca pequeña, adheridos al espejo retrovisor. Acechando como animales. Y yo que hago lo del mosco. Huir lo más lejos y deprisa que se pueda. Entonces, vuelve a aparecer aquella conversación. Todas mis mentiras y todas tus fobias y tu espíritu bipolar y mi alma perezosa. Y tus ex amantes. Siempre tus ex amantes. Concebidos para torturarme. Y yo preguntándome por qué, ¿por qué carajo siempre me habla de ellos? Tengo sentimientos, ¿sabés? Y tu familia y la mía. Y los gatos y el sol y la mariposa que levantó vuelo justo antes que pudiera agarrarla con mis manos. Y nunca saber si sos feliz... y todo el amor que no es más que sexo y todo mi amor, que es sólo tuyo. Atragantándome en las mañanas sin besos y en las noches sin velas ni vino tinto. Y tus deseos de salvar al mundo, cuando sólo quisiera, aunque más no sea una noche, que pudieras salvarme a mí. ¡A la mierda con el mundo! Dejá que se encarguen otros. Te gustan mis relatos pero no mis canciones. Te gusta que te cocine los viernes por la noche pero odias cómo dejo la cocina. Pues deberías ver mis pensamientos: oscuros como un naufragio. Trepando por telas infinitas hacia el ocre de tus encantos, donde soy tu carnada, tu argumento y tu enemigo.


Conecto un par de buenas maniobras y acelero bajo un techo que brilla, mientras algunos duermen como corderos y otros planean cómo arruinarlo todo.
Junto al camino aparece un cartel:

A 2 Km. Pan casero y café con leche.

Tomo la colectora. Es una noche fresca y radiante. El único auto a mil Km. a la redonda repentinamente parece ser el mío. Qué curioso. En tanto, Robert Smith canta “ojalá nunca te apartaras de mí como lo hacés. Ojalá nunca lo hicieras. Cuando estoy con vos, noto manos inútiles atrayéndote hacia mí desesperadamente. Quisiera que aun sintieras como lo hago yo. Pero ya no te importa. Todo terminó...”. Sonreí. Al menos alguien entendía cómo era la cosa. Simpático juego.
Encuentro el lugar. Es una pequeña casa con chimenea. Tiene un cartel de madera con el nombre tallado: “KM. 122”. Hay un farol que ilumina el camino hacia la puerta. Estaciono el auto al pie del farol y apago el motor. Las luces del interior de la casa están encendidas. ¿Dónde carajo estaré? Bueno, no importa; así como no importan tantas otras cosas por las que los hombres matan y mueren.

Una señora con ruleros sale a la puerta. Es una mujer delgada y alta. Parece como si hubiese sido arrancada de un sueño terrible. Aunque luce feliz. Es más, hasta creo que me sonrió.
Tomo el saco y bajo. Bajo del auto y de mis cumbres vertiginosas, sintiéndome bien. Casi feliz.
– ¡Llega temprano! –me dice, con una sonrisa amable.
–Lo sé –digo –. Es que no podía dormir...
–El pan esta recién salidito del horno. ¡Vamos, no tome frío!
Dejé el recuerdo de Laura en el auto y marché hacia la luz del farolito. Y eso estuvo bien, porque desde que bajé, el amor ya no se ve igual.


El viaje de vuelta fue bastante más distendido. El sol brillaba en lo alto y derretía el camino que se abría frente a mí. Hoy fue sólo hoy, pensé, ¿qué cosas pasarán mañana? ¿Y después? Supongo que tendré que espe­rar...

Llegué a casa cerca del medio día. Las persianas continuaban bajas. Entré en la habitación y arrojé el saco sobre la cama. Por supuesto, Laura no estaba. Se había marchado. Aunque, curiosamente, no me extrañó. Los rayos del sol se colaban a través de las tablas rotas. Levanté las persianas y fui a la cocina por algo de beber. En la puerta de la heladera había una nota suya y sobre la mesada estaban sus llaves. Retiré la nota y la guardé en el bolsillo. Sin leerla, claro. No hacía falta. Segura­mente era una nueva despedida. ¿Qué otra cosa podía ser? Laura me había dejado tantas veces que ya no tenía sentido pensar nada al respecto. Me serví una copa de vino tinto y volví al living. Todo parecía tan normal que me asustó. No mucho, pero lo suficiente como para poder advertirlo. Puse algo de música y me desparrame por alguna parte, en tanto trataba de ordenar mis ideas. Y es que situaciones como esas hubo a patadas. Arañando la locura. A la buena de Dios. Entre floreros rotos y peleas fatales. Pero así y todo no la podía culpar sólo a ella por el resultado de las cosas. Las relaciones conmigo mismo no fluctuaban como debie­sen, ¿cómo se suponía que fluctuasen con los demás? Cuen­to chino. Es tan fácil hacer daño como que te lo ha­gan a vos. Entendiendo eso lo demás no cuenta. Nadie encamina nada, nadie guía. Nadie salva.

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