jueves, 12 de noviembre de 2009

LA NOCHE EN QUE LA PERDI

Recuerdo una conversación. Bueno, no la conver­sa­­ción en sí, sino en cómo actuó sobre nosotros:
Yo solía escucharla por horas. Continuamente lo hacía y a veces no entendía por qué. Es decir, en ciertas ocasiones simplemente quería acostarme o ver un partido de algo o leer un poco. Pero ella constantemente quería hablar, por lo general de temas que yo nunca podía manejar. Supongo que quería ver un efecto en mí, aunque aquello no fuera a despertar a los muertos ni a quebrar ningún tipo de equilibrio. Ella sentía que podía conseguirlo. Lo necesitaba. No sé por qué lo hacía pero lo hacía. Así es que como cada noche, la escuché. Sólo que esa vez fue diferente, porque tuve una revelación. Esa noche entendí que las mujeres (o al menos esta mujer) siempre necesitan salvar a alguien. Del modo que fuera. Precisan el conflicto, el drama, la muerte de a gotas. Pero exigen que se lo pidas. Ellas te pueden salvar. Aunque vos ni siquiera lo hayas considerado, ellas pueden hacerlo. Y no solicitárselos podría llegar a ser mortal. Pero, al mismo tiempo, es una trampa. Incluso lo es para ellas. Y no les importa.
Esa noche charlamos mucho. En la radio sonaba T. Monk. Todo era calmo. Hasta podíamos oír las risas de los vecinos. Cenamos y bebimos y seguimos charlando. Finalmente, le conté la historia. Mi historia. Ya saben, la de mamá ausente, papá loco, padrastro malo y chico bueno. Pobre chico... Recuerdo entonces que sus ojos se encendieron, y que su impoluta mirada quebró las paredes y el techo. Recuerdo que el cielo se agrietó y que de su profunda inmensidad, como si fuese una garganta gigante, surgió un hipnótico torbellino resplandeciente que se abrió ante mí. Tan resplandecien­te era que me sedujo hasta hacerme entrar en él. Pese a que aquello sólo podría significar una cosa, entré en él. Sí. Y esa noche fuimos uno…
Esa fue la misma noche en que la perdí. Porque nuestras vidas jamás volvieron a ser iguales. Las noches de charlas tomaron otro significado, las tardes de plaza tomaron otro significado y ya no se trató de disfrutar del sol, ni de contemplar a la flor que crecía junto a la calle. Ella necesitaba el conflicto, el drama, la muerte a cuenta gotas. Su alimento. Su oficio. Sin embargo, comprendí que ella no podía vivir de otro modo, que estaba atrapada. Y quizás a mi modo, yo también lo estaba.

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