
Sin embargo, cuando regresaba a su casa su ánimo y espíritu cambiaban por completo. Era como si se tratase de otra persona. Una persona que jamás terminé de conocer. Y todo aquel amor encerrado entre nuestras cuatro paredes desaparecía por completo, generando un sinsentido de dudas y conflictos descabellados. A tal punto que a veces suponía que era una especie de broma, pero no. No. No. No.
A pesar de eso, intentando ignorar el dolor que me causaba, conseguía persuadirla para que volviese y a la noche siguiente volvíamos a cocinar, a bailar, a beber y a reír, como si nada hubiese ocurrido.
Hasta que sobrevivir a su abandono empezó a volverse más trabajoso. Sus dudas e inseguridades se tornaron insostenibles y yo dejé de ser tan bueno para convencerla de que regresase la noche siguiente. Y comencé a perder la cabeza. Y ella empezó a perder interés en mí, como si fuese un chicle demasiado masticado; dejándome y rompiéndome un poco cada día.
Hasta que acabó.
Durante algún tiempo, una vez distanciados, viví obsesionado con la idea de recuperarla; creyendo que todo era culpa mía. ¡Tantas mentiras! ¡Tanto dolor innecesario! Luego la culpé a ella. ¿Qué pasó entonces con todo aquel amor? ¿Fue real? No sé.
Y el tiempo hizo lo suyo y nosotros lo nuestro. Seguro. Lo gracioso es que a veces tengo ganas de llamarla para preguntarle cómo está: ¿Qué fue de aquel gato gordo y feo, de bigotes obscenos? ¿Qué fue de sus otros 7 gatos? ¿Qué fue de aquel tipo alto y delgado que andaba siempre fumado? Pero la verdad es que ya no tiene ningún sentido. O al menos eso es lo que me digo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario